Una enseñanza fundamental de la Christian Science es que Dios es bueno. Por lo cual el bien, y sólo el bien se difunde y llena el universo espiritual. El hombre espiritual, la imagen de Dios, espera el bien, halla sólo el bien y no es capaz de experimentar sino el bien o lo bueno. El bien es substancia, y por ser infinito en su variedad, amar y expresar el bien satisface por completo. La omnipresencia del bien impide que el pesar, el pecado, la enfermedad o la muerte sean fases de la realidad, del mismo modo que la luz impide las tinieblas.
Pero los mortales experimentan mucho que no es bueno o semejante al bien. En verdad, ellos esperan el mal, consideran que la enfermedad y el infortunio son concomitantes de la vida, y que el decaimiento, la senectud y la muerte son inevitables. Como ignoran la ley divina, se creen más o menos a merced del azar y por lo mismo insensibles muchas veces al gran poder de Dios que siempre está en acción entre ellos, proveyendo todo bien.
Mary Baker Eddy hace resaltar en todos sus escritos el hecho de que el bien y la armonía son naturales. Dice en “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” (pág. 119): “Dios es el bien natural, y está representado sólo por la idea de la bondad; mientras que el mal debiera ser considerado como contranatural, puesto que es lo contrario de la naturaleza del Espíritu, Dios.” A medida que más comprende a Dios, el estudiante de la Christian Science se da cuenta de que el bien es un acompañamiento más natural y constante de su vida diaria. Puesto que Dios “está representado sólo por la idea de la bondad” o lo que es bueno, lo que urgentemente necesitamos si deseamos experimentar cada vez más bien natural es aceptar y albergar esa idea únicamente.
Los que buscan el bien en la materialidad o en la personalidad humana casi nunca lo hallan. Por emanar de Dios únicamente, el bien se encuentra sólo a medida que la verdad y la armonía reemplazan las creencias falsas. El bien espiritual que es natural, cuando entra en acción en la llamada consciencia humana, se evidencia en la satisfacción que produce, en una sensación de bienestar, en un ferviente interés en la vida, en buena salud, progreso, seguridad y un gozo interior. Se evidencia en un creciente amor desinteresado que se manifiesta en cordial buena voluntad hacia los demás. Se muestra en una actitud amigable y constructiva que deja toda situación mejor por haber tenido parte en ella. Este orden natural en el desarrollo del bien lo hacemos nuestro en la proporción en que probamos nuestra unión con Dios como Su idea.
¿Cómo podemos demostrar más bien espiritual y así vencer y destruir lo que parezca oponérsele? Eso equivale a preguntar cómo podemos ganar una comprensión de Dios, pues ambas cosas son inseparables. Uno de los requisitos es meditar tranquilamente, pues así el pensamiento se desprende de la materialidad y cede a la siempre presente actividad de la Mente divina que es el bien natural. Nuestra Guía aboga con énfasis por este modo de meditar cuando escribe (Miscellaneous Writings, pág. 309): “Progresa más en la Ciencia divina el que más medita en la substancia e inteligencia espirituales e infinitas. Así lo prueba la experiencia.”
La tranquilidad de consciencia que proviene de la oración y la meditación inteligente es deseable no sólo por sí misma sino también porque ese estado de consciencia es lo que más nos hace percibir espiritualmente. Nadie puede evitar el contacto con los demás en su vida diaria ni desea tampoco, quien sea normal, evitar tal contacto que a menudo le trae ricas bendiciones, pero no es en ese trato con los demás en donde halla uno el más profundo significado y la más clara comprensión de Dios. Estos le vienen en períodos considerables de quietud en los que el sentido material de la existencia se acalla tan completamente que uno percibe en cierto grado la presencia del divino Ser. Es en tales ocasiones cuando se cultiva el sentido espiritual, o más bien, se le deja que aparezca. En realidad, uno no es un mortal que escucha la verdad cual si viniera de algún origen fuera de sí mismo, aunque así parezca ser el caso. Uno es de todas veras un inmortal cuya identidad, o ser, es la misma expresión de la Verdad que es Dios.
El pesar y la infelicidad son estados mentales que a veces parecen robar al hombre el bien siempre presente. Sin que importe que tan punzantemente reales e imposibles de curar parezcan a veces, la Verdad, percibida espiritualmente, muestra que carecen de causa, porque revela el gran hecho de que ninguna idea de Dios se ha perdido jamás ni ha cambiado ni se ha afligido ni se le ha quitado su armoniosa relación con Dios y Sus otras ideas. A pesar del testimonio en contrario de los sentidos personales, este es el hecho real, y perseverando en afianzarnos a él nos vienen nuevos conceptos y convicciones en substitución de los falsos, trayéndonos consigo libertad. Lo que uno percibe científicamente, lo sabe y está convencido de ello; y lo que uno sabe se exterioriza siempre en la armonía que experimenta.
Un conocido íntimo del que esto escribe estaba engolfado en cierta ocasión en una angustia muy honda. Aunque principiaba apenas a estudiar la Christian Science, razonaba que una comprensión de Dios le cambiaría su punto de vista, y que con el punto de vista así trocado y más espiritual todo lo vería diferente. Para lograrlo, sabía que tenía que dar muy firmemente dos pasos: primero tenía que cortarse la mano derecha y sacarse el ojo derecho (Mateo 5:29, 30). Lo cual quería decir, según él entendía, que debía dejar de pensar en lo pasado, aunque eso era lo que más quería hacer. Y en segundo lugar, tenía que volverse completamente a Dios y aprender de El la verdad del ser.
A veces la lucha parecía severa, casi inaguantablemente severa, pero cobraba aliento meditando en la declaración de Isaías (9:2): “El pueblo que andaba en tinieblas ha visto gran luz.” Andaba en tinieblas, razonaba él; no vacilaba ni dudaba ni se lamentaba de su aprieto. Resueltamente se rehusó a mirar hacia atrás, y siguió adelante, rechazando constantemente las sugestiones erróneas y reafirmándose en las verdades espirituales del ser. Estas verdades que antes eran vagas y abstractas, se le volvían un hecho palpable y substancial, pletórico de significado. Convencido anteriormente, según había creído, de la realidad de la angustia y de lo que podía causarla, ahora sí que estaba convencido en cambio del poder del Amor divino para librarlo y de que el bien es natural, y esta nueva convicción lo dejó completamente sano.
Todo bien es demostrable. El hombre espiritual no conoce más que lo que es bueno, y cuando en la experiencia humana parece faltar lo bueno o el bien, un amor más profundo hacia Dios y Su creación y un regreso más consagrado a El en toda necesidad llenan tal aparente vacío. Dios es Amor, y elevando el pensamiento por encima de las pretensiones del error a la unión que existe entre el hombre y el Amor divino, demostramos una percepción espiritual más clara que da un aspecto más armonioso a todo aquello de que estamos conscientes. No es radical en demasía la enfática declaración de Mrs. Eddy en Ciencia y Salud (pág. 224): “Ningún poder puede resistir al Amor divino,” y quienquiera que mediante su consagración y oración logre estar consciente de cuán natural es el bien puede probar que esto es verdad.