Tomas Carlyle escribió una vez a un amigo: “Hace muchos años que percibí por primera vez el significado de la humildad, y vino a mí como agua a quien moría de sed, y me di cuenta entonces como ahora, de que es el principio de la vida moral.”
La humildad verdadera es espiritual. Significa la subyugación del “yo” que nos exige nuestro conocimiento de la omnipotencia de Dios. Quien reconoce el poder de Dios se siente naturalmente humilde ante ese poder. La humildad nos obliga a reconocer nuestra inhabilidad personal y hace que nos encomendemos absolutamente a la habilidad infinita del Espíritu.
Los hombres y las mujeres más grandes de la historia han sido los de mente humilde. Impelido por la humildad espiritual, dijo Cristo Jesús (Juan 5:30): “No puedo yo de mí mismo hacer nada,” y (versículo 17): “Mi Padre hasta ahora obra, y yo obro.” El Maestro reconocía que toda su habilidad espiritual resultaba de la habilidad que reflejaba de su Padre, Dios. Esa consciencia impersonal de la habilidad hacía imposible que lo venciera el sentido personal de la vida y de la muerte. El vivía en el Espíritu como reflejo de la Mente. Obraba como quien depende completamente de la Mente y al Padre se volvía en busca de orientación y dirección con la convicción absoluta de que la Mente podía satisfacer su necesidad. En el ejercicio a que se daba de la inteligencia divina, curaba a los enfermos. Con su comprensión de la afluencia espiritual de Dios, alimentaba a las multitudes. Por su reconocimiento de la supremacía de la ley espiritual, anduvo sobre las olas y calmó la tempestad del lago.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!