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Servicio a la iglesia y cómo bendice

Del número de julio de 1954 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando se nos invita a que sirvamos en alguna capacidad a la iglesia a que pertenecemos, ¿elevamos nuestra mente al Amor divino en gratitud por la oportunidad de tomar parte en la actividad de la iglesia y de experimentar las correspondientes bendiciones, inseparables de tal actividad? O ¿damos oído a la sugestión de la mente mortal de que veamos si los deberes por asumir en servicio de la iglesia no impedirán nuestras funciones sociales o nuestros planes?

Si escuchamos atentamente la voz de Dios, no nos extraviaremos por atender al raciocinio incorrecto. Es provechoso recordar el hecho bien simple de que la senda del Amor divino es siempre la senda del desinterés, mientras que la vía de la mente mortal siempre lleva al egoísmo — distanciándonos de Dios; por eso la Biblia expone esa supuesta mente como “enemistad contra Dios.” ¿Nos damos cuenta cabal de que nuestro crecimiento espiritual es de mayor importancia que todo lo demás, y que si damos a Dios el primer lugar El se hará cargo de nuestro bienestar? Oponiéndonos a la presión del pensamiento mortal de que demos lugar secundario a nuestro bienestar espiritual, probamos que el gozo de progresar hacia el Espíritu, por pequeño que sea nuestro progreso, supera mucho a la precaria sensación de satisfacción que ofrecen los placeres mundanales. El temor, la timidez, la sensitividad pueden erguirse en nuestra senda cual barrera infranqueable, cuando precisamente el servicio a la iglesia ofrece espléndida oportunidad para ver cómo se derrumban esos errores, dejando libre nuestro paso, ante nuestra actividad espiritual.

El que esto escribe recuerda agradecido que cuando comenzaba a estudiar la Christian Science experimentó una curación, que había venido esperando por largo tiempo, como resultado directo de su aceptación de una invitación a que prestara sus servicios a la iglesia filial de que era miembro entonces. Si hubiera rehusado la invitación como al principio se sentía inclinado a hacerlo prestando oído a las sugestiones del temor y de la inhabilidad, se habría alejado de la puerta hacia la libertad que el Amor divino le abría.

Un servicio concienzudo de nuestra parte y a favor de nuestra iglesia inevitablemente que nos ha de aproximar en ese grado a la senda que se recorre con Dios — a esa mayor obediencia al Principio mediante la cual vislumbramos el invariable hecho espiritual de que no somos frágiles mortales, sino sanos y felices hijos de Dios. Nos percatamos de lo que realmente valemos cuando comprendemos nuestra entidad verdadera como la expresión individual de la Mente divina. Son de veras incontables las oportunidades que encuentra el miembro alerta de una iglesia para expresar el amor que “no busca lo suyo,” el amor que es tan imparcial como la luz del sol y que bendice tanto a los que dan como a los que reciben.

Escribe nuestra amada Guía, Mary Baker Eddy, en la página 79 de “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras:” “El dar en el servicio de nuestro Hacedor no nos empobrece, ni [nos] enriquece el retener” lo que hay que dar. Por lo tanto, nos enriquecemos de todas veras cuando servimos con amor en la viña de la Verdad que es Dios, dando liberalmente de nuestro tiempo que el error sugeriría lo diéramos a la busca de las delicias terrenales que jamás pueden dar satisfacción verdadera ni tampoco beneficarnos en realidad. Y cuando así nos enriquecemos, experimentamos algo del gozo de amar las cosas inmortales. No es raro que los miembros de una iglesia vean que se les resuelven sus problemas cuando sirven a su iglesia, puesto que la tarea que se les encomiende les da la ocasión para que sean abnegados en cierto grado.

Una filial de La Iglesia Madre eligió a cierto Científico Cristiano como su Primer Lector. El se ocupaba activamente, a la sazón, en una empresa comercial que se expandía con éxito y que consumía más de su tiempo de lo que normalmente se dedica a la diaria ocupación de uno, por lo cual, desde el punto de vista humano, parecía imposible disponer del tiempo necesario para atender a esa tarea de la iglesia sin detrimento de su negocio. Meditando serenamente sobre el problema y elevando su mente a Dios en busca de lo que El dispusiera, comprendió que como Científico Cristiano anheloso de progresar espiritual- mente no le quedaba realmente otra alternativa que aceptar el privilegio de servir que se le ofrecía. Además, percibió que su fe en Dios no era tan poca que no pudiera confiar en que Dios se encargaría de sus negocios seculares mientras él asumía la tarea de trabajar por el bienestar espiritual de los que buscaban una comprensión verdadera de Dios. El resultado fué que, concediendo así el primer lugar a las cosas de primera importancia, todo lo que se hacía menester tanto desde el punto de vista espiritual como el del comercial, se llevó a cabo felizmente, y las dificultades que la mente mortal sugería que surgirían, nunca aparecieron.

Al terminar el período de su lectoría, el Científico encontró que las ganancias de su negocio fueron realmente el doble de lo que eran cuando asumió el cargo de Lector. A mayor abundamiento, su negocio continuó ensanchándose sin ningún esfuerzo especial de su parte salvo el de reafirmar las cualidades espirituales que todo Científico Cristiano aprende a reflejar en sus tareas de cada día. Dijo el Maestro (Mateo 6:33): “Buscad primeramente el reino de Dios, y su justicia; y todas estas cosas os serán dadas por añadidura.”

Estas palabras de Cristo Jesús quedaron claramente probadas en la experiencia del Científico mencionado. Sin embargo, hay que tener presente que aunque está bien que las necesidades legítimas de uno le sean satisfechas abundantemente, el Científico Cristiano “pone la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra.” El se esfuerza por percatarse de su legítima herencia en términos de ideas espirituales de la Mente divina — los tesoros de la Verdad y del Amor, únicos capaces de saciar el corazón que tiene hambre y sed de justicia, ansioso de las cosas de Dios.

Muchos son los peregrinos fatigados que aciertan a entrar en las iglesias de la Christian Science. Puede ser que algunos se sientan agobiados por la carga que les causa la falsa creencia de que son mortales desvalidos en un mundo que todo parece, menos bondadoso. Ciertamente que necesitan nuestro amor y nuestro afecto. Puede ser que no sea tanto la letra de la Ciencia lo que requieran, sino la ternura de su espíritu y la blanda palabra que les infunda ánimo. Ayudar a los que así luchan a que adquieran una comprensión demostrable de Dios y Su creación es evidentemente un privilegio. ¿Que más bella y más digna tarea podríamos pedir que servir a una Causa que ha hecho tanto por aliviar los sufrimientos de la humanidad y por alentarla inspirándole confianza? Todo Científico Cristiano sabe el regocijo que rebosa en su corazón cuando oye hablar de cargas que se han quitado de los abrumados, de aflicciones de que han sanado y de amigos que han despertado a una comprensión más armoniosa de la vida, y se da cuenta de que estos resultados se deben con frecuencia al servicio desempeñado fielmente en alguna iglesia.

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