La mayoría de la gente puede clasificarse en cuatro categorías. En la primera se cuentan los que consideran que el mal es más potente que el bien. Son a los que se les llama los fracasados, los caídos y perdidos, los que parecen tener poca esperanza de éxito y aceptan el fracaso como su suerte inevitable contra la que poco o nada pueden defenderse.
En la segunda categoría están los que adoptan la teoría de que el bien y el mal son igualmente fuertes. Estos forman una inmensa proporción de los desdichados que siempre que experimentan algo bueno comienzan a esperar alguna reacción desfavorable en su vida de la que creen no poder escaparse. Aunque no consideran que su derrota sea inevitable, propenden a tomarla como probable, creyendo que el fracaso ha de ser tarde o temprano una posibilidad tanto para ellos como para los demás. Por desgracia, esta categoría incluye a muchos que se juzgan buenos cristianos pero que han aceptado la creencia cruelmente errónea de que Dios envía males a Sus hijos, en su provecho y para que se mejoren. Esta es la actitud ilógica que ha engendrado la superstición de que las calamidades y los desastres son obra de Dios o de “fuerza mavor.”
La tercera clase la componen los que confían en que el bien es más poderoso que el mal. Ellos creen que la búsqueda de la verdad respecto a Dios y Su creación tendrá éxito y librará a los hombres de las creencias en el mal que los esclaviza. Los de esta categoría han logrado cierto dominio sobre el temor y gozan de algún grado de tranquilidad y serenidad, que son concomitantes de la espiritualidad. En las naciones en que la libertad individual es todavía el ideal y la meta que anhelan, sus mejores medios de subsistencia han creado una vida abundante.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!