Los primeros cristianos eran con frecuencia mártires de su fe. Estaban firmes en su adhesión a Cristo y a veces sufrieron martirio a manos de sus perseguidores. Hombres y mujeres por igual fueron arrojados a los leones o quemados a causa de su religión. A pesar de esas persecuciones, la iglesia cristiana se fortalecía y su influencia cundía. De todas veras puede decirse de esos cristianos primitivos: “La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia.”
Para la era en que advino, el Cristianismo era una enseñanza revolucionariamente radical. Provocaba oposición por ser contrario a las opiniones que aceptaba comúnmente la humanidad. Se atrevía a oponer su enseñanza de equidad y hermandad a la soberbia y el egoísmo de la autocracia y a apagar el odio y la brutalidad con su evangelio del Amor.
Los mártires cristianos se sometían voluntariamente al destino que se les asignaba, creyendo en la justicia de su causa y convencidos firmemente de que la muerte sería el medio por el cual podrían entrar en el cielo. Pero se ha progresado, y nos hallamos ahora a un nivel más alto de civilización, pero ¿hemos dejado de creer por completo en que el sufrimiento es un medio de gracia o en que la muerte de por sí pueda abrirnos la puerta del cielo?