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Mi padre acostumbraba cada domingo llevar...

Del número de abril de 1956 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Mi padre acostumbraba cada domingo llevar a la familia a una Iglesia Científica de Cristo, y traerla de vuelta, una distancia de unos cincuenta kilómetros, dándonos la oportunidad a mi hermano menor y a mí de asistir a la Escuela Dominical de la Christian Science en la que recibimos enseñanza clara y amorosa que nos ha beneficiado mucho.

Mas tarde, cuando se me declaró inhábil para servicio en la Marina a consecuencia de haber estado enfermo de paludismo, sané completamente con tratamientos de una fiel Científica Cristiana que era practicista de esa Ciencia. Entonces volví a tener una vida de recia actividad; me alisté en la Marina Real durante la segunda guerra mundial, me ocupé en tareas peligrosas, y en verdad que llevé una vida de aventuras como siempre lo había deseado cuando muchacho.

Tuve muchos casos de protección admirable en ese servicio. En una ocasión, mientras me entrenaba para ser soldado paracaídas, me advinieron las siguientes palabras bíblicas cuando me preparaba para lanzar mi primer salto del aeroplano para manejar mi paracaídas en los ejercicios llevados a cabo (Deuteronomio 33:27): “El eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos.” Al principio no atendí a ese ángel mensajero, pero poco después me advino otra vez. No lo tomé a pecho todavía. Y de nuevo me fué repetido con suma insistencia. Sólo entonces lo reconocí y lo recibí agradecido.

En breve relampagueó la señal llamando a los paracaidistas a ponerse en posición para entrar en acción, seguido del seguido relámpago ordenando brincáramos. Cuando ya había saltado aeroplano me dí cuenta de que mi paracaídas no se abría sino que descendía tras de mí como inmensa vela de cera. Entonces, sin temor alguno, comprendí por qué había venido a mí el mensaje. Cuando ya me hallaba a menos de doscientos pies de la tierra se abrió mi paracaídas, y tuve un aterrizaje perfecto. Los que veían lo que pasaba se asombraron de ver que levanté sin sufrir ningún daño.

En otra ocasión, encontrándome en acción, mi rifle automático chocó contra la manija de una puerta y la recámara de retrocarga hizo explosión en mi mera cara, echándome al suelo. Al caer yo me vino el pensamiento: “Aquí acabas.” Yo grité: “¡Dios es mi Vida!” Apoyándome de espaldas contra la pared me puse en pie, pero no podía ver. Con vehemencia exclamé: “Dios me da mi vista.” Gradualmente me volvió la vista y pude terminar mi tarea. Más tarde telegrafié a casa solicitando tratamiento de la Christian Science, que se me dió amablemente. Por una o dos semanas de cuando en cuando se me desprendían de la cara y del cuerpo pedacitos de metal enchuecados, pero en nada me molestaban. Sin mínima atención médica mi cara y mis ojos quedaron normales, y me ví completamente sano.

Estas son unas cuantas de las muchas pruebas que he experimentado del poder de Dios para auxiliarnos cuando a El nos volvemos de todo corazón. Yo he encontrado que cuando somos honrados en enfrentarnos con el enemigo dentro de nosotros mismos, las intenciones malas y carentes de amor, no hay necesidad de temer al enemigo de afuera de uno mismo.

Me siento realmente agradecido al Amor divino por haberme guiado, desde que terminó la guerra, a un empleo en donde he podido pertenecer por primera vez en mi vida a una iglesia filial y tomar parte en sus actividades. Otras de mis bendiciones son ser miembro de La Iglesia Madre y haber recibido instrucción facultativa. Cuando me pongo a pensar en la gran labor de Mary Baker Eddy por la humanidad, sólo puedo repetir el pasaje bíblico (Proverbios 31:31): “Dadle del fruto de sus manos; y alábenla en las puertas sus mismas obras!”—

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