La historia verdadera de la creación que consta en el primer capítulo del Génesis, en la que Dios se revela como el creador de todo lo que hay de bueno y el hombre como Su imagen y semejanza, muestra que la fuente de nuestra provisión es inagotable y omnipresente. Este gran hecho es constante, inalterable e infalible. El único sentido en que sería posible que quedáramos separados de él sería en mera creencia, y una creencia falsa podemos disiparla instantáneamente.
Es alentador recordar que la verdad que sabemos, aunque sea en cierto grado, es mucho más poderosa que lo que parezca que hayamos aprendido del error. El error no tiene poder para ofrecer resistencia a la Verdad que es todo. Dice Mary Baker Eddy en su libro Retrospection and Introspection (pág. 23): “Todas las cosas terrenales tienen que ceder finalmente a la ironía de la suerte, o sino tragadas quedarán en el único Amor infinito.”
El breve libro de Joel del Antiguo Testamento describe vívidamente la desolación y el fracaso del viejo orden de la creencia en que el universo es material, y también el gozo y la belleza de la nueva comprensión lograda conociendo a Dios. En el capítulo dos, versículo veinticinco, el profeta proclama con regocijo la promesa de Dios: “Restituiré los años que [se] comió la langosta,” prometiendo además: “Y comeréis abundantemente, y os saciaréis; y alabaréis el nombre de Jehová vuestro Dios, el cual se ha portado maravillosamente para con vosotros: y no será avergonzado mi pueblo jamás.”
En una época en que tantos en el mundo se han visto privados arrebatadamente por sucesos que consideran no estar a su alcance dominar, de mucho de lo que consideran esencial para su felicidad, estas promesas permanecen inalterablemente ciertas e indeciblemente alentadoras para todos los que las acepten y confíen en ellas. Cuando esperamos continuamente en Dios, el Principio divino que es Amor, como el único creador y fuente de toda provisión, nos damos cuenta de la falacia de confiar en la gente o en métodos humanos o en la materia para satisfacer nuestras necesidades legítimas. Descubrimos asimismo la abundante recompensa de cifrar toda nuestra confianza en el Espíritu y en la percepción y los medios espirituales.
Confiar en Dios no es disminuir ni en mínimo grado nuestro amor para los que nos rodean y ciertamente que en nada nos impide que demos y recibamos libremente en mutuo amor y servicialidad. Es más bien incentivo para que comprendamos lo que los otros necesitan y que el Amor todo lo abarca sosteniendo la humanidad entera en su abrazo protector y respondiendo sin falta a todos sus menesteres.
Se requiere de nuestra parte cada vez más consecuente fidelidad al hecho positivo de que Dios es Todo, en cuanto declaremos tanto en silencio como oralmente, si hemos de sacar a luz la gloriosa presencia de la provisión infinita que Dios nos da. Esa fidelidad no sólo nos desenvuelve progresivamente nuestra propia provisión de cuanto hay de bueno sino que también nos capacita para que demos tan sin escatimar como Jesus, el Ejemplificador del camino, nos enseñó a dar — de la fuente inagotable del bien. Así nos lo clarifica nuestra Guía en su libro de texto, “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras,” cuando nos dice (pág. 206): “En la relación científica entre Dios y el hombre, descubrimos que todo cuanto bendice a uno bendice a todos, según lo demostró Jesús con los panes y los peces,— siendo el Espíritu, no la materia, la fuente de la provisión.”
Jesús no daba en mera redistribución de materia, tomándola de un lugar para colocarla en otro; su dar era el continuo ejercicio o expresión de la omnipresencia de la substancia divina. El sabía que su propia fuente de provisión era también la fuente de provisión para los demás. Naturalmente que ese modo de dar no podía empobrecer al que daba, sino que manifestaba que todo lo incluye el Amor que él reflejaba.
La exigencia imprescindible del Espíritu es que reconozcamos un solo Dios, un creador, un Padre-Madre, que nos adhiramos valientemente a todo lo que esto implica y que avancemos partiendo de la base de esa única causa divina. Demanda que dejemos atrás progresivamente los viejos moldes habituales del pensar que se han acumulado a través de las generaciones, de falsos apoyos y que nos esforcemos constantemente por lograr renovada comprensión de lo que ya somos — la propia amada imagen y semejanza de la Mente, repleta de todo bien.
Un himno bien querido (Himnario de la Christian Science No. 238) afirma que
Todo lo bueno del ayer
nuestro hoy alegre viene a hacer.
Cuando percibimos que el bien es la perfección inalterable y que es el orden y la ley divinos del ser, entonces entendemos que cuanto de bueno hayamos experimentado o vislumbrado es sólo la evidencia en botón del Espíritu omnipresente, tan presente y confiable y activo en bien nuestro como en los tiempos de Jesús.
Si la supuesta evidencia que presentan los sentidos materiales parece indicar que la seguridad, salud y felicidad se nos han arrebatado, la Ciencia que es la Palabra de Dios nos asegura con autoridad reconfortante que esas cualidades nunca han estado en la materia sino que, siendo las verdades imperecederas del ser, radican en la Mente omnipotente, el Principio divino que es Amor, estando por lo mismo siempre presentes. Cuando nos percatamos de que el bien no está sujeto a cambio, debilitamiento, decaimiento o desvanecimiento sino que es incesante por ser espiritual, eterno, omniactivo y omnipotente, nuestra transformada comprensión del bien trae consigo a nuestra experiencia humana evidencia inequívoca del hecho divino de la abundancia.
Encontramos asimismo que la experiencia que sacudió hasta sus mismos cimientos la creencia de que la felicidad y la seguridad estaban en la materia no tenía poder ni en lo mínimo para privarnos de nada real o duradero, sino que antes bien nos trajo la comprensión de que el Espíritu es la fuente de todo bien, y entonces disfrutamos una estabilidad y permanencia que nunca habíamos sabido que existían.
Jamás podemos esperar explicar o justificar los falsos pasos que toma la supuesta mente mortal, ni podemos hallar ninguna seguridad duradera en la bondad que finge esta mente y que, siendo falsa, es variable, caprichosa e impredecible. Pero manteniendo nuestro pensamiento en la invariable omnipresencia de la creación del Amor divino, veremos que las verdades invisibles del ser se manifiestan en nuestra experiencia humana. Esto nos libra del cautiverio impuesto por el limitativo sentido personal de la existencia que exige obediencia a dioses falsos y teorías rancias, restableciendo en su lugar la eterna evidencia original del sentido espiritual y de la ilimitada provisión del Espíritu para la continuidad y la armonía del hombre.
Nos amonesta nuestra Guía en su libro de texto (pág. 418): “Permaneced firmes en la verdad del ser en oposición al error de que la vida, la substancia o la inteligencia puedan estar en la materia.” Aferrémonos pues a esta verdad del ser de tal manera que toda la humanidad llegue a entender cuán benéfica es la Verdad que nos trae salud y nos inspira gozo. Así veremos que se nos cumple con seguridad la promesa del Maestro que consta en Lucas 12:31: Buscad “el reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas.”