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Siento la más profunda gratitud...

Del número de enero de 1972 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Siento la más profunda gratitud por el honor y el placer de ser Científico Cristiano. Cuando jovencito, concurría regularmente a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana donde me enseñaron la omnipresencia de la Mente divina. Los problemas cotidianos que se presentan en la vida pueden ser encarados adecuadamente sólo por la aplicación de la ley divina. Una comprensión práctica de esta ley es grandemente aumentada mediante nuestra preparación diaria, tal como el estudio de la Lección-Sermón. Por medio de esta práctica las personas adquieren una abundancia de verdades espirituales disponibles que pueden aplicarse instantáneamente.

Durante los varios años en que he estado aplicando esta ley a muchas circunstancias, mi familia y yo hemos sido protegidos y guiados a disfrutar de una vida maravillosa. Una de mis más recientes y emocionantes pruebas del cuidado que Dios brinda a Sus hijos, ocurrió durante una excursión campestre.

A eso de las once de la noche dos amigos míos y yo nos habíamos retirado a nuestros sacos de dormir, dentro de una gran carpa. La única entrada fue cerrada con un cierre de cremallera. A la una de la mañana fuimos bruscamente despertados por un incendio. La carpa estaba rodeada por las llamas y la única salida estaba ardiendo. Instantáneamente los tres, casi por instinto, saltamos y corrimos hacia la pared posterior de la carpa. En ese momento nos dimos cuenta de que estábamos atrapados, porque la carpa estaba unida a su propio piso. El pánico parecía que se apoderaba inmediatamente de nosotros. Los otros dos muchachos, que no eran Científicos Cristianos, parecían haber perdido su capacidad de razonar y en sus esfuerzos por salir corrieron directamente hacia las llamas.

Instintivamente mis pensamientos se dirigieron a Dios. Razoné que el pánico no era nada más que temor, y el temor nada más que ignorancia, como Mrs. Eddy lo declara en el Glosario de Ciencia y Salud. Parte de la definición de “temor” es: “Calor; inflamación; ansiedad; ignorancia” (pág. 586). Razoné de esta manera: “¿Ignorancia de qué? Ignorancia de la ley de Dios, el bien”. Declaré en voz alta mi relación con Dios.

Momentos después oí las voces de mis compañeros afuera de la carpa, quienes frenéticamente trataban de llegar hasta mí. Les pregunté con calma si podían rasgar la carpa. Me respondieron que no. De modo que tomé la lona con mis dientes y sin ningún esfuerzo hice un agujero lo suficientemente grande como para salir a gatas. Mientras salía miré hacia atrás. La carpa se quemaba rápidamente. Conservé la calma y regresé para rescatar algunas de nuestras pertenencias, mientras mis compañeros, aún impresionados, comenzaron a extinguir el fuego. En poco tiempo había rescatado casi todo nuestro equipo, y entre los tres apagamos el fuego, que se había originado debido al fuerte viento que soplaba sobre las brasas del fuego del campamento.

Tuve que llevar rápidamente a mis otros dos compañeros hasta un hospital cercano, donde los atendieron a causa de quemaduras de segundo y tercer grado en las manos, los brazos y la cara. Uno de ellos permaneció bajo observación médica por más de tres meses. Para sorpresa del personal del hospital, yo no tenía ni quemaduras ni ampollas, ni siquiera un cabello chamuscado.

Esta experiencia me ha hecho sentir aún más gratitud por la Ciencia Cristiana. Es muy evidente para mí que en cada movimiento que hacemos, en cada paso que damos, podemos reclamar que somos gobernados sólo por la Mente divina.


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