Desde mi niñez, tuve un gran deseo de ser peluquero. Vivíamos en aquel tiempo en Indonesia, donde yo sabía que no tenía oportunidad de aprender este oficio. Lo único que podía hacer era tratar de aprender lo más posible por mi propia cuenta. A medida que crecí, tuve otras clases de trabajo, pero no encontré satisfacción en ellos. Nunca abandoné mi inclinación por este determinado oficio.
En el año 1954, mi familia emigró a Holanda. Por ese tiempo, yo estaba determinado a ir a una escuela para peluqueros; pero el camino para lograr este deseo no estaba cubierto de rosas. Para poder entrar en la escuela vocacional (que en esa época era una escuela nocturna), la persona interesada debía tener un empleo en ese oficio en particular. (¡Cómo me hubiera gustado estar empleado en “mi” oficio durante el entrenamiento!) Sólo aceptaban como aprendices a personas jóvenes entre las edades de dieciséis y veinte años, y no a un hombre de cuarenta años, como era yo. Todos los esfuerzos por encontrar un trabajo en ese campo fueron infructuosos.
En la oficina de empleos, los entrevistadores evidentemente no vieron muchas posibilidades en mis aspiraciones, aunque no lo expresaron abiertamente. Me ofrecieron otros empleos que no eran adecuados para mi temperamento.
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