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[Original en holandés]

Desde mi niñez, tuve un gran deseo de ser peluquero.

Del número de julio de 1984 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Desde mi niñez, tuve un gran deseo de ser peluquero. Vivíamos en aquel tiempo en Indonesia, donde yo sabía que no tenía oportunidad de aprender este oficio. Lo único que podía hacer era tratar de aprender lo más posible por mi propia cuenta. A medida que crecí, tuve otras clases de trabajo, pero no encontré satisfacción en ellos. Nunca abandoné mi inclinación por este determinado oficio.

En el año 1954, mi familia emigró a Holanda. Por ese tiempo, yo estaba determinado a ir a una escuela para peluqueros; pero el camino para lograr este deseo no estaba cubierto de rosas. Para poder entrar en la escuela vocacional (que en esa época era una escuela nocturna), la persona interesada debía tener un empleo en ese oficio en particular. (¡Cómo me hubiera gustado estar empleado en “mi” oficio durante el entrenamiento!) Sólo aceptaban como aprendices a personas jóvenes entre las edades de dieciséis y veinte años, y no a un hombre de cuarenta años, como era yo. Todos los esfuerzos por encontrar un trabajo en ese campo fueron infructuosos.

En la oficina de empleos, los entrevistadores evidentemente no vieron muchas posibilidades en mis aspiraciones, aunque no lo expresaron abiertamente. Me ofrecieron otros empleos que no eran adecuados para mi temperamento.

Terminé aceptando un empleo en un taller de trabajo social, en el que no podía demostrar toda mi capacidad. (Éstos son talleres especiales donde ponen a trabajar a personas, quienes, por su salud física, no podían ser empleados por la industria y el comercio. Pero empleaban también a otras personas que ellos estimaban que no podían hacer otra cosa. Evidentemente, ellos creyeron que yo pertenecía a este último grupo. Recuerdo haber sido invitado un día a la oficina del administrador. Cuando llegué, el hombre estaba en su escritorio y tenía frente a él una lista de todos los empleados. Junto a mi nombre pude ver claramente la anotación “mentalmente deficiente”.) Como sabía por mí mismo que yo podía hacer mejor que lo que se indicaba, me sentí tan profundamente humillado como Nabucodonosor debió de haberse sentido cuando fue excluido de la sociedad (Ver Daniel 4:31–33.) Pero ahora veo que aquellas circunstancias eran el estímulo que yo necesitaba entonces. Como la Sra. Eddy escribe en Ciencia y Salud (pág. 574): “La circunstancia misma que tu sentido sufriente considera enojosa y aflictiva, puede convertirla el Amor en un ángel que hospedas sin saberlo”. Con frecuencia fui estimulado por aquellas palabras de Cristo Jesús (Marcos 11:24): “Os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá”.

Finalmente, me dieron una oportunidad para que tratara un curso de peluquero, aunque yo no tenía el empleo que se requería. Pero mi caso parecía un problema sin esperanza. Mientras mis condiscípulos adquirieron su práctica durante toda una semana de entrenamiento diario en un salón, y tuvieron la guía de sus superiores, yo no tuve lecciones más que dos horas a la semana, y, durante el resto del tiempo, tuve sólo unas pocas horas fuera de mi trabajo para vérmelas por mí mismo, sin ninguna guía ni orientación.

No quiero hacer un secreto del hecho de que estuve con frecuencia a punto de abandonarlo todo, en la más completa desesperación, pero en esos momentos siempre me recordaba del texto bíblico del Evangelio según San Marcos, que ya he citado.

Me ascendieron al segundo nivel, pero bajo ciertos términos. El primer día después de unas vacaciones, el superintendente, quien me vio trabajando, me llamó aparte, y me dijo: “¿No sabe Ud., van Laar, que cuando lo vimos desenvolviéndose con dificultad el año pasado, en el primer nivel, casi decidimos decirle que desistiera? Pero como era tan evidente su gran interés en tratar, no lo hicimos. Estoy muy feliz ahora con nuestra decisión, porque veo lo mucho que ha progresado desde entonces”. Esa promoción condicional fue seguida por una incondicional al tercer nivel. Finalicé al mismo tiempo que mis colegas de aquel primer año, aunque yo había comenzado con desventajas. Recibí mi diploma profesional, y dejé el taller de entrenamiento capaz de comenzar una vida independiente y feliz.

El Servicio Social para Repatriados, que registraba mi situación de tiempo en tiempo, pronto descontinuó esa tarea, por no ser ya necesaria. Ahora he alcanzado el punto donde, después de veinte años, si yo quisiera, podría dejar de trabajar en la profesión que escogí; pero aún me gusta mucho mi profesión, y, por supuesto, me siento más seguro que nunca de mí mismo. También sé que muchos piensan mejor de mí que antes. En pocas palabras, por mi absoluta fe en Dios, fui vencedor de muchos obstáculos. Pablo dice (Romanos 8:37): “Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó”. Yo obtuve esta fe en Dios por medio de la Ciencia Cristiana.

Con gratitud hago eco de las palabras de nuestra Guía, la Sra. Eddy, (Ciencia y Salud, pág. 66): “Tienes razón, Shakespeare inmortal, gran poeta de la humanidad:

Dulce es el fruto de la adversidad;
Que, como el sapo, feo y venenoso,
Lleva en la frente joya de gran valor”.


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