El día antes de partir para la reunión de la Asociación de estudiantes de Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens) a la que concurriría mi esposa (un viaje como de 1.400 kilómetros), comencé los preparativos del auto. Al proceder para limpiar el baúl del auto, saqué una caja de herramientas. Pero luego, al agacharme, sentí un dolor tan intenso que casi no podía enderezarme. El primer pensamiento que vino a mi mente fue que en el reino de Dios no hay accidentes ni dolor; es decir, los accidentes no tienen realidad. Terminé los preparativos lo antes posible y con bastantes dificultades para moverme. Luego guardé el automóvil y entré en mi domicilio para reposar.
Aquella semana, la Lección-Sermón en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana era “Los mortales y los inmortales”. Un pensamiento que me sirvió de consuelo y me trajo la luz de la comprensión fue el Texto Áureo, de Colosenses (2:8): “Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo”. El meditar sobre esto me permitió recurrir a Dios y rechazar las creencias humanas de que el dolor duraría varios días, que se necesitarían calmantes, que me pondría peor, y todos los etcéteras que la creencia humana interpone en esos momentos.
Esta tarea de oración también fue reforzada con el estudio del siguiente pasaje de nuestro libro de texto, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por Mary Baker Eddy (pág. 409): “El hombre real es espiritual e inmortal; pero los llamados ‘hijos de los hombres’, mortales e imperfectos, son contrahechuras desde el comienzo, que habrán de desecharse a cambio de la realidad pura”. Yo sabía que como idea de Dios, yo era, soy y siempre seré totalmente espiritual.
Para el final del segundo día (el día en que habíamos planeado partir), había experimentado una leve mejoría. También durante ese tiempo, había experimentado mis pensamientos. En esa búsqueda me di cuenta de que la creencia errónea de carencia, o de falta de provisión, ante el estado económico de nuestros países — el elevado tipo de cambio y el alza en el costo de vida — me habían hecho dudar que el Padre pudiera proveer a nuestras necesidades. Oré sobre este punto, y afirmé el poder y el amor de Dios.
Encontré gran ayuda en un número de El Heraldo de la Ciencia Cristiana (edición en español) que contenía un artículo sobre la curación de desarreglos corporales. Aquí, dos párrafos me fueron fundamentales. Uno decía que el temor es un elemento de todo problema, pero que la tentación de sentir temor es rechazada a medida que reconocemos que es tan imposible para el hombre, la expresión del Amor infinito, estar temeroso, como lo es para el Amor. El otro pasaje, basado en la declaración del apóstol Pablo (Hechos 17:28): “En él vivimos, y nos movemos, y somos”, se refería a la inalterable naturaleza de las funciones del hombre verdadero.
Cuando llegó el tercer día, aunque todavía no había vencido totalmente el problema, me sentí preparado para emprender el viaje. Los dos pasajes ya mencionados me hicieron sentir la certeza de que en realidad yo era el reflejo de la Mente divina. Aferrándonos a este pensamiento, emprendimos el viaje, y lo hicimos con mucho regocijo. Viajamos como 1.000 kilómetros ese día. Cuando llegamos a Mendoza, nos alojamos en un hotel. Sentí de pronto que mis movimientos eran más armoniosos y fáciles. Al día siguiente (el día de la asociación de mi esposa), cruzamos la cordillera para ir a la reunión, y luego regresamos por la misma ruta, unos cuatrocientos kilómetros en total. Cuando llegamos al hotel esa noche, la curación era total. Podía agacharme y pararme sin problema alguno.
Después que realizamos el viaje, y con relación a aquel primer temor de si la provisión sería suficiente, todo sucedió en perfecta armonía. No sólo tuvimos suficiente para cubrir los gastos, sino que hubo de sobra. Estoy infinitamente agradecido por otras curaciones y por el progreso obtenido a través de la demostración del Principio divino.
Santa Fe, Argentina
