La libertad de ser lo que verdaderamente somos — la semejanza perfecta de Dios, la manifestación completa del Amor divino — es la libertad más grande. Pues con esta libertad logramos nuestro verdadero dominio, otorgado por Dios, sobre el pecado, la enfermedad y el pesar.
Pero, ¿cómo obtenemos esta libertad y la generosidad de las bendiciones de Dios que la acompañan? Se necesitan consagración, lealtad a la Verdad, la gozosa disposición de renunciar al materialismo, devoción a la justicia, valor moral edificado sobre la obediencia a la ley divina, aun en medio de las minucias de los asuntos humanos.
Con todo esto, lo que hacemos realmente es que estamos poniendo en orden nuestras prioridades y estableciendo un nivel de vida más elevado. Estamos poniendo a Dios primero. Estamos despojándonos de las viejas percepciones materiales acerca de la vida y la realidad. Estamos revistiéndonos de lo que es bueno y puro, nuevo y permanente. Estamos empezando a ver la realidad a través de la lente de la comprensión científica y espiritual. Estamos abriendo nuestros corazones a la acción redentora del Cristo. Nos estamos volviendo hombres y mujeres mejores.
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