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Ayudemos a los niños que faltan de su hogar

Del número de noviembre de 1990 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Todos hemos escuchado acerca del problema de esos preciosos niños que faltan de sus hogares y familias.

Este problema de la sociedad actual es algo que a la mayoría de nosotros no se nos hubiese imaginado hace veinte años. Un problema que trae a la mente imágenes tan dolorosas y trágicas que nos impulsa... ¿a hacer qué? ¿A apartarnos por sentirnos inútiles o temerosos? ¿A sacudir la cabeza con compasión?

Una experiencia que tuve no hace mucho me mostró que yo podía hacer algo más por esos niños.

Mis hijos y yo acabábamos de entrar en un gran centro comercial, cuando vimos a un hombre buscando a su hijita. Después nos enteramos de que la niña tenía alrededor de cinco años y se llamaba Amanda. Se hacían anuncios a intervalos por los altoparlantes del centro comercial, mientras el padre continuaba su búsqueda de local en local.

Como madre que se preocupa por sus hijos, podía comprender cómo debía sentirse el pobre padre de Amanda. Sin embargo, todo lo que hice fue tener pensamientos compasivos... al menos por un rato. Cuando después de dos horas volví a escuchar el anuncio sobre Amanda, de pronto me di cuenta de que yo no había hecho nada más que sentir compasión. ¡Me di cuenta de que yo podía hacer algo más! Podía afirmar que el Cristo sanador de Dios — la Verdad práctica que se revela continuamente al pensamiento humano — estaba presente en ese mismo momento para corregir y calmar el temor y la frustración, para vencer la separación y la confusión a través de la verdad de la unión indivisible del hombre con el Amor divino, Dios.

Sobre esta base, también pude negarme a aceptar que cualquier índole de desarmonía podía estar presente o tener algún poder. Sabía que Dios es únicamente bueno y que, en consecuencia, el mal — aun bajo formas tales como extravíos, confusión, pánico — no es parte de El, no es algo que El está causando, y en último término no es real. Decidí mantener mi pensamiento centrado en la realidad del bien y de mi dominio como hija o reflejo de Dios. Encontré apoyo en una declaración de Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por la Sra. Eddy donde ella escribe: “Enfrentad toda circunstancia adversa como su vencedor... Pensad menos en las condiciones materiales y más en las espirituales”.

Había aprendido mediante el estudio de la Ciencia Cristiana que el reconocimiento de la bondad y la totalidad de Dios bendice tanto a los demás como a nosotros. Es como encender una luz en una habitación a oscuras. Sólo basta una persona para oprimir el botón, pero todos los que se encuentran en la habitación se benefician con la luz.

De modo que, parada en medio de una juguetería llena de niños, juguetes, computadoras y un gran alboroto a nuestro alrededor, me detuve y oré. Sabía que Dios está siempre presente, siempre activo, y siempre gobernando a Su creación, a todos y en todas partes. Me quedé quieta hasta que realmente sentí la verdad de esta declaración. Luego cuando nos íbamos me acerqué al lugar desde el cual se habían hecho los anuncios y pregunté por Amanda. La respuesta, llena de alegría fue: “¡La encontraron hace más o menos veinte minutos!” Me di cuenta de que fue en el preciso instante en que yo había sentido la tranquila seguridad del cuidado de Dios.

La oración que se basa en la ley — en las leyes de Dios de la armonía y el bien, que no pueden ser interrumpidas — nos da la firme convicción de la presencia eterna de Dios. Y es una poderosa herramienta sanadora que bendice tanto a quienes nos rodean como a aquellos que ni siquiera conocemos.

Si usted o yo tuviésemos que resolver un problema de matemáticas ¿no sería más fácil llegar a la solución entendiendo y aplicando las leyes de las matemáticas? ¡Imagine cuánto esfuerzo y tiempo perderíamos si intentáramos resolver el problema sin entender ni aplicar esas leyes! Y cuanto más complejos sean los problemas, tanto mayor debe ser nuestra comprensión de esas leyes.

Las leyes de Dios emanan de El, el Principio divino, por lo tanto, son totalmente buenas; no son buenas y malas; y traen armonía. Cuando nos enfrentamos a una situación injusta tenemos la oportunidad de poner en práctica nuestra comprensión de la ley de la justicia y la ley de la misericordia, que son leyes de Dios.

El año pasado tuvimos que enfrentar una situación mucho más grave que la mencionada anteriormente y que implicó a nuestros dos hijos. Aunque estuvieron expuestos a un peligro inminente, aprendí que las tiernas leyes del Principio divino, Dios, eran tan eficaces en ese momento como probaron serlo en la situación del centro comercial.

Nuestra ciudad patrocina todos los años un festival junto al río que reúne a remeros y a gran cantidad de gente de varios estados del país. Durante ese fin de semana, el espectáculo más destacado de la noche era un concierto de rock, al que concurrió un público estimado en un cuarto de millón de personas. Nuestros hijos y un amigo decidieron salir en busca de un puesto de venta de pizza mientras mi esposo y yo los esperábamos en el muelle. Partieron a las 21:15 diciendo: “Volvemos en unos minutos”. Pero “esos minutos” se alargaron a media hora, y luego a tres cuartos de hora. Empecé a sentirme cada vez más intranquila; y luego lisa y llanamente asustada.

Estábamos desorientados, pues ni siquiera sabíamos en qué dirección mirar en medio de esa muchedumbre; y si abandonábamos nuestro lugar, los muchachos no sabrían dónde encontrarnos.

De manera que allí mismo, en medio de esa masa oscura de asistentes al concierto de rock, comencé a orar tal como lo había hecho en la juguetería por la pequeña Amanda. Dejé de escuchar los pensamientos de temor y comencé a reconocer que la presencia de Dios protegía y dirigía todo. Estaba consciente de que nuestros hijos y su amigo estaban en ese mismo momento a salvo bajo Su cuidado. Sabía que toda presencia divina hace imposible cualquier otra clase de presencia, aunque aparezca como amenazante o vulnerable. Después de algunos momentos de oración basada sobre estos hechos espirituales, sentí intuitivamente que todo estaba bien.

Unos minutos más tarde, nuestros hijos y su amigo llegaron corriendo y nos contaron que los había enfrentado una pandilla de adolescentes que esgrimían navajas y cadenas. Les exigieron que les entregaran todo el dinero que llevaban encima y, además, que pidiesen dinero a todos los que pasaban para entregárselo a ellos; de lo contrario, los iban a lastimar. Había pasado más de media hora cuando de pronto uno de nuestros hijos divisó a su entrenador de fútbol de su primer año de secundaria, quien pudo conseguir ayuda. (Es necesario indicar que hasta ese momento ninguno de nosotros había visto a un conocido. Después llegamos a la conclusión de que el encuentro de mi hijo con esa persona coincidió con el momento en que yo me había apoyado en Dios al orar para comprender mejor el cuidado con que El gobierna a Sus hijos.)

Nadie está fuera del cuidado de Dios, y un sentido espiritual alerta reconoce Su presencia allí mismo donde nos encontramos, allí mismo donde un ser querido, o cada uno de nosotros se encuentra. La Biblia lo corrobora en sus preciosos relatos mostrando cómo la confianza en el bien divino y en Su presencia todopoderosa salvó y preservó de peligros y males. Esos relatos incluyen a personajes tan conocidos como Daniel, que no sufrió el menor daño pese a haber sido arrojado a un foso de leones; los tres hebreos, Sadrac, Mesac y Abed-nego, que, a pesar de haber sido arrojados a un horno de fuego ardiendo, salieron de él sin que ni siquiera tuviesen olor de fuego; y la prueba más grandiosa que jamás haya tenido la humanidad de la omnipotencia y omnipresencia del bien: la resurrección de Cristo Jesús.

Ahora bien, ¿qué es lo que nos dice todo esto?

Nos asegura que nadie está fuera del alcance de la oración. Las palabras tan familiares del Salmista toman un tremendo significado como base de una oración eficaz: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?”

Las leyes de Dios no están, por así decirlo, suspendidas en el espacio; fundamentan la existencia. Y estas leyes espirituales están tan activas y son tan aplicables hoy en día como lo fueron en las épocas bíblicas. El deseo que existe hoy en día de proporcionar seguridad y bienestar a todos los niños, realmente emana del mensaje del Cristo sobre las leyes amorosas de Dios, que despiertan el corazón de la humanidad e impulsa a una acción justa. A medida que recurrimos cada vez más firmemente a Dios en busca de guía, vamos alcanzando un estado intuitivo de alerta que nos capacita para ayudar a aquellos que lo necesitan por medio de acciones humanas específicas, así como por medio de una oración diaria más consagrada, espiritualmente iluminada, que hace que el poder del Principio divino se manifieste en la experiencia humana.

Frente al temor o en medio de situaciones amenazantes podemos mantener la verdad, la verdad de Dios, acerca de la totalidad de Su presencia que actúa como ley ante la necesidad actual de protección para los niños, tanto los que nos rodean como los ajenos. Ya sea que estemos orando en general o específicamente por algún ser querido, las leyes de Dios están activas y a nuestro alcance, no sólo respondiendo a la oración, sino también motivándola, haciendo que rechacemos el mal y reconozcamos la totalidad y el dominio de la bondad de Dios.

Nunca estamos desamparados. Poseemos el medio más seguro y efectivo que se puede emplear en beneficio de todos los niños del mundo: la oración. ¡Vamos a utilizarla!


Si subiere a los cielos, allí estás tú;
y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás.
Si tomare las alas del alba
y habitare en el extremo del mar,
aun allí me guiará tu mano,
y me asirá tu diestra.
Si dijere: Ciertamente las tinieblas me encubrirán;
aun la noche resplandecerá alrededor de mí.

Salmo 139:8–11

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