Hogar.
Familia.
Iglesia.
Vocación.
Mundo.
Todos tenemos ideas definidas con respecto a la importancia de lo que acabamos de nombrar. Aunque nuestros conceptos puedan diferir ampliamente, esos cinco vocablos tienen un significado concreto para todos nosotros, y esa es una experiencia compartida.
Muchas cosas pueden comenzar a unirnos, hasta algo tan elemental como leer las mismas palabras en una hoja impresa del Heraldo. Desde luego, tenemos mucho en común.
Recordé esto vivamente cuando estaba releyendo un libro que compré hace algunos años, cuyo autor ha vivido en muchas parte del mundo. Cada vez que leo uno o dos capítulos, me sorprenden su sensibilidad por la dignidad y la valía de su prójimo, y su disposición para comprender la vida de los demás de manera compasiva sin ejercer fuertes presiones sobre ellos mediante sus convicciones personales. Eso hace que sus comentarios despierten en mí algo con respecto a la importancia del bienestar universal de la humanidad, un sentimiento que no puedo describir con exactitud, pero que sin duda es empatía. Pero otros términos vienen a mi mente también: hermandad, justicia, solicitud, respeto. La lista podría extenderse, pero el lector puede captar la idea.
Este sentimiento de esperanzas y valores compartidos, que puede conmovernos profundamente al reconocer que nuestro propio bien no está enteramente separado del bienestar y el progreso de los demás, no es algo material. Las diferencias materiales que existen entre las personas — ya sea que pensemos en esas diferencias en términos de educación, de posición económica, de idioma, de valores morales, de creencias religiosas o en cualquier otro término — son a menudo grandes. Nunca encontraremos un terreno común de humanidad compartida, esa clase de humanidad que nutre al corazón y nos hace sentir agradecidos, verdaderamente agradecidos por estar vivos, si lo buscamos en cosas y dimensiones materiales. Y no encontraremos satisfacción verdadera en aquella caridad que es más que nada lástima expresada por aquel que puede sentirse relativamente privilegiado hacia otro que parece tener menos cosas buenas.
No obstante, existe una espiritualidad que trasciende las posesiones materiales y el rango material, y que revela las cualidades más hermosas del Alma divina en hombres y mujeres que están comenzando a reflejar a Dios en un sentido de humanidad espiritualmente inspirado. Descubrimos esta expresión espiritual de identidad en experiencias que contradicen la creencia de que el hombre es más o menos mortal y gobernado sobre todo por los impulsos físicos y el egoísmo personal.
Por ejemplo, recuerdo a alguien que una vez me perdonó. Su generosidad y disposición para olvidar la falta que había cometido fueron realmente redentoras. Su compasión cambió mi vida de un modo significativo. Cuando esto sucedió pensé en el amor incondicional de Cristo Jesús por sus discípulos, quienes lo abandonaron cuando más los necesitaba. Aun entonces, cuando Jesús enfrentó su prueba más severa, demostró el constante afecto espiritual y la fidelidad a la Verdad divina que envolvía su vida. El siempre había expresado esas virtudes duales en su vida y en su devoción por procurar el bienestar de los demás. Su oración después de la última cena de la Pascua con sus discípulos fue típica: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad”.
Esta clase de devoción abnegada es una de las más poderosas formas en que la presencia de Dios se manifiesta en la experiencia humana. También nosotros podemos sentir esta devoción. Es una consagración que nos eleva por encima de las limitaciones del sentido personal y comienza a revelarnos la realidad espiritual de que en verdad somos hijos de Dios.
Tal santidad neutraliza la discordancia, y comenzamos a percibir que no podemos perder nuestra relación con Dios, relación que, siendo permanente, siempre tiene que vencer la codicia, el temor y la ignorancia. Este entendimiento espiritual y la consiguiente seguridad que nos aporta, es lo que hace que nuestro hogar, nuestro trabajo, nuestro mundo, sean seguros.
Es cierto que tenemos debilidades. Y a menudo son dolorosamente evidentes. Pero por medio del amor espiritual que procura redescubrir nuestra propia unidad con Dios, así como la de los demás, es que comienza nuestra transformación. Esta es la acción del Cristo; de todos los dones espirituales, es el más valioso. Jesús percibió que hombres y mujeres incluían el gobierno de Dios en sí mismos. ¡Qué cambio se produce cuando verdaderamente nos contemplamos a nosotros mismos y a los demás bajo esta luz y no aceptamos nada más! No sólo encontramos el poder de ser buenos, sino también la confianza para enfrentar la crueldad, la codicia, la ignorancia y la debilidad física.
Realmente poseemos la habilidad de mirar más allá de la materia y de las condiciones materiales y discernir la naturaleza infinita de Dios y la nuestra y la de los demás como Su manifestación, o idea divina. La Sra. Eddy indicó cómo comenzar: “Jesús ordenó: ‘Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos’; en otras palabras: Deja que el mundo, la popularidad, el orgullo y la comodidad te preocupen menos, y tú ama. Cuando el pleno significado de estas palabras se haya comprendido, tendremos mejores practicistas, y la Verdad emergerá en el pensamiento humano trayendo curación en sus alas, regenerando a la humanidad y cumpliendo las palabras del apóstol: ‘Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte’ ” (Mensaje a La Iglesia Madre para el año 1902).
El poder de vivir de acuerdo con esta idea espiritual protege y sostiene nuestro hogar, nuestra familia, nuestra iglesia, nuestra vocación y nuestro mundo. El reino de Dios aparece donde nos encontramos en este momento. Comprender qué es este reino, incluye el poder de vencer las divisiones y las pérdidas que mistifican y paralizan la vida humana. Y a través de ese entendimiento espiritual desarrollaremos la compasión, la misericordia y el amor que forman una base común sobre la cual podemos reunirnos con nuestro prójimo y estar en paz en la familia universal de Dios. Entonces comenzaremos a descubrir que el Cristo tiene poder para erradicar los misterios nocivos y para sanar las heridas que han causado tanto sufrimiento.