Las palabras del Salmista: “Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios”, con frecuencia han movido a mi corazón a sentir gratitud, y ahora me impulsan a dar este tardío testimonio por las bendiciones que recibí de la Ciencia Cristiana durante mi propia educación y la crianza de mis hijos.
Recuerdo vivamente una temprana curación que tuve por medio de la Ciencia Cristiana. Yo tenía siete años, y me trajeron a casa de la escuela, enferma de lo que diagnosticaron como fiebre escarlatina. Mi madre me acostó en la cama, con la seguridad de que yo era la hija perfecta de Dios, y llamó a una practicista de la Ciencia Cristiana para que me ayudara mediante la oración. Cuando más tarde esa noche vino un médico para examinarme y poner la casa en cuarentena, no pudo encontrar ninguna evidencia de la enfermedad, y asistí a la escuela al día siguiente.
Posteriormente, también hubo rápidas curaciones de sarampión, dedos magullados, torceduras y catarros, y empecé a notar que cada curación estaba precedida de un maravilloso sentido de bienestar: la presencia del Cristo. En retrospección, me siento particularmente agradecida por el valor moral y la expectativa del bien con que mis padres enfrentaron serias dificultades económicas. Ellos sabían y probaron que cada idea correcta tiene su expresión externa de acuerdo con la ley divina, ya sea que significara un techo sobre nuestras cabezas o una buena educación para mi hermano y para mí. Ellos compartieron generosamente el amor que sentían por esta Ciencia con otros, y mi madre se hizo practicista, sirviendo como tal por más de cuarenta años.
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