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El hombre de Dios jamás puede desaparecer

Del número de noviembre de 1990 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Los derechos humanos, los abusos contra ellos, y la pregunta sobre a quién se le debería o no conceder amnistía, están muy presentes en el pensamiento general en muchas partes del mundo. Los gobiernos luchan con el problema de qué hacer con los ex torturadores que viven en el país. Quienes han perdido seres queridos todavía quieren respuestas a la pregunta: “¿Dónde están?” El daño infligido a las innumerables personas que han “desaparecido” y a sus familias que todavía los están esperando, a veces parece irreparable.

Aunque muchas personas han buscado sinceramente la paz por medio de la razón y han tratado de poner en perspectiva acciones irracionales, no hay respuestas humanas satisfactorias. Al final, cada uno de nosotros resuelve tales temas de manera individual. Hay quienes los ignoran; otros se enfurecen; otros se esfuerzan por sanar el dolor y la tristeza.

Las respuestas sanadoras empiezan a surgir cuando escuchamos a Dios y comenzamos a comprender que Dios ama a todos Sus hijos. Dios es Amor, y ninguno de nosotros, por ser Sus ideas, puede jamás estar separado de El.

¿Parece esto improbable, no realista, ingenuo? En vista de los muchos abusos contra los derechos humanos en todo el mundo, puede dar la impresión de que es así. Pero si consideramos la vida desde el punto de vista de nuestra confianza en Dios, el Amor, hay mucho que podemos hacer para aliviar el pesar en este mundo y ayudar a sanar el sufrimiento de aquellos cuyos seres queridos han “desaparecido”.

Me vi frente a estos temas en una clase que estaba dictando en una universidad de América del Sur. Pregunté a mis alumnos si alguno de ellos había asistido a un concierto auspiciado por una organización de derechos humanos ese fin de semana. Mi marido y yo habíamos ido, y aparte de haber disfrutado la música, quedamos impresionados por lo que significaba que miles de ciudadanos se hubieran reunido para apoyar los derechos humanos, por la unidad de la multitud al responder a la música y al mensaje, y por el significado de ir a un concierto en pro de los derechos humanos en un país donde se habían cometido tantas violaciones contra estos derechos en el pasado.

Mi perspectiva era bastante diferente de la de la mayoría del público presente, puesto que soy norteamericana. Pero la presencia en el escenario de un músico, bailando con algunas de las madres de los desaparecidos, una por una, me resultó especialmente conmovedor.

Descubrí que ninguno de mis alumnos había estado en el concierto. Al principio parecieron renuentes a hablar sobre el tema. Una joven dijo: “No fui al concierto porque no quise dar ni un centavo para esa organización”.

Otra joven calificó de terrorista a la organización que auspiciaba el concierto. “Ellos apoyan a los terroristas”, dijo. Luego procedió a decir que los músicos no tenían por qué involucrarse en la política.

Los desacuerdos se iniciaron, y pronto todos en la clase estaban hablando al mismo tiempo. Dejamos el tema del concierto y empezamos a enfocarlo en la gente que había desaparecido y por qué había sucedido algo así. ¿Quiénes eran realmente los terroristas? ¿Quiénes eran los desaparecidos? Y ¿quiénes habían torturado a quién y cometido actos terroristas? Nadie podía ponerse de acuerdo. Sentimientos exacerbados llenaron la atmósfera de la clase que normalmente era amistosa. En un momento llegamos a una profundidad a la que nunca antes habíamos llegado durante los seis meses que habíamos estado juntos.

Estaba obteniendo más de lo que esperaba o sabía cómo responder. No podía entender cómo las supuestas buenas intenciones de una organización de derechos humanos y unos pocos músicos de rock altruistas podían ser tan tremendamente malinterpretados. Pero más aun, me di cuenta de que, sin querer, había tocado una herida profunda que no había sanado.

Les recomendé que se tomaran un recreo, y los estudiantes fueron saliendo lentamente del salón. Continuaron discutiendo el tema en grupos pequeños. Cuando salía de la clase, una joven, que por lo general era callada y a quien le habían matado al padre, según me había enterado antes, me dijo: “Estoy muy enojada”.

Más que nada, yo deseaba ayudar a sanar la ira y el hondo dolor que había sacado a la superficie. Pero ¿cómo podía hacerlo? Sólo era una extranjera que no había vivido los tormentos que sus familias habían tenido que sobrellevar. ¿Cómo podía atreverme a aventurar una opinión sobre el tema?

La Biblia nos habla de la experiencia de Moisés que se sentía inadecuado para hacerse cargo de la impresionante tarea de sacar a los hijos de Israel de Egipto. El puso reparos: “Soy tardo en el habla y torpe de lengua”.

Esta es la respuesta que recibió: “¿Quién dio la boca al hombre?... ¿No soy yo Jehová? Ahora pues, vé, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar”.

Me senté en silencio y esperé recibir un mensaje sanador. Pronto vino a mi pensamiento una idea expresada en las palabras de un poema, “Cristo, mi refugio”. El poema, escrito por la Sra. Eddy, comienza:

Resuena el arpa del pensar
con la canción,
que triste y dulce calma ya
todo dolor.

La idea surge angelical
en su claror,
y es ella canto celestial
de fe y amor.

En su libro Ciencia y Salud, la Sra. Eddy define a los ángeles como “pensamientos de Dios que vienen al hombre; intuiciones espirituales, puras y perfectas...” Solamente estas intuiciones puras eran capaces de calmar a mis alumnos. Mis motivos humanos podían ser interpretados tan equivocadamente como los de los ejecutantes del concierto. Todo lo que realmente podía ayudar era una idea que viniera de Dios, el Amor omnipresente. Sabía que mis alumnos y yo expresábamos amor, alegría y armonía, ya que somos Sus hijos. Los pensamientos de Dios —ángeles — siempre nos estaban viniendo, pero teníamos que escucharlos.

Mientras oraba para recibir inspiración, me senté en el aula vacía y miré por una ventana al patio que estaba abajo, donde estaban jugando algunos niños de enseñanza primaria. Había una inocencia y pureza especial en estos jovencitos. De pronto me di cuenta de que la tensión en el ambiente se había desvanecido completamente.

Algunos de mis alumnos volvieron al salón, pero en lugar de sentarse en sus bancos, se sentaron sobre los escritorios o se quedaron parados a mi alrededor. Me dijeron que estaban muy trastornados, que sintieron ganas de llorar por lo que había dicho uno de sus compañeros anteriormente. Me empezaron a contar lo que les había sucedido a sus amigos y familiares que habían desaparecido. Después de unos minutos callaron y me miraron, esperando mi respuesta.

Todavía no sabía lo que les iba a decir. Pero al confiar en que Dios iba a estar con mi boca, me encontré diciéndoles que estuvieran tranquilos en sus corazones. Era evidente que el discutir no había producido más que fricciones.

No sé dónde están estas personas, o qué les sucedió, me escuché decir. Pero sí sé una cosa: están en alguna parte, no se han perdido; sus identidades están todavía intactas.

Cuando les dije esto, no estaba meramente tratando de diferir el tema ni de pacificarlos con palabras. Mediante mi estudio de la Ciencia Cristiana y gracias a los desafíos que había enfrentado en mi propia vida, sabía que la identidad del hombre no puede perderse ni destruirse, porque proviene de Dios. No pretendo haber pasado por los mismos desafíos que esta gente, pero mis comentarios se basaban en algo más que un mero conocimiento intelectual o ilusiones. El hecho de que Jesús no sólo resucitó a otros, sino que también se resucitó a sí mismo es prueba de que la identidad del hombre está divinamente establecida y que nunca puede perderse ni ser quitada.

En esos momentos, no había estado consciente de haber dicho las palabras exactas que les dije. No sabía por qué las había dicho, pero me sentí impelida espiritualmente a decirlas. Pronto comprendí que estos pensamientos eran exactamente lo que se necesitaba. Aliviaron la sensación de culpa conectada con los sufrimientos de sus seres queridos. También me ayudó a mí a ver que si bien las malas acciones jamás deberían aceptarse o ignorarse, hay una ley de Dios que nos ayudará a lograr la justicia divina y la paz. Si estamos dispuestos a confiar en la guía de Dios, empezaremos a percibir esta justicia en acción, respondiendo a nuestras necesidades específicas.

Ciencia y Salud declara: “Dios ha erigido una plataforma de derechos humanos más elevada, y la ha erigido sobre reivindicaciones más divinas”. Además afirma: “El cuerpo y la mente materiales son temporales, pero el hombre real es espiritual y eterno. La identidad del hombre real no se pierde, sino que es hallada mediante esa explicación; pues la consciente infinitud de la existencia y de toda identidad es así discernida y permanece inalterada”.

Por medio de la oración que reconoce que el hombre no puede estar separado de Dios, comenzamos a entender mejor nuestra propia espiritualidad. También apreciamos más el valor que tuvo Cristo Jesús ante los que lo despreciaron, torturaron y crucificaron. El mismo Dios, el Amor, a quien él recurrió es nuestro y de todos los que amamos. Y podemos confiar en este Dios como lo hizo Jesús, aun cuando no estemos seguros de cuál será el resultado en lo humano.

Los alumnos y yo nos quedamos en silencio por un momento, cada cual preocupado con sus propios pensamientos. Cuando regresaron sus compañeros, empezamos una nueva lección en forma natural y armoniosa. No se habló más del tema que se había discutido anteriormente, porque ya no había tensión; ésta había desaparecido completamente. También noté un cambio en la estudiante callada que había expresado su enojo unos momentos antes. Aunque a menudo había estado resentida y hosca, noté una nueva serenidad en ella. Su actitud hacia mí cambió totalmente.

Después, cuando relaté este incidente a una amiga sudamericana, que también es Científica Cristiana, me dijo que lo que necesita tratarse es precisamente la creencia de que los desaparecidos se han ido para siempre. Me dijo que yo no podía haberles dicho nada mejor. Pero yo no podía haber sabido esto, ya que nunca pasé por la experiencia.

Naturalmente, una persona, por sí sola, no puede erradicar esta clase de problema global. Pero ciertamente podemos sanar la reverberación de la discordia a medida que la vamos confrontando en nuestra vida diaria. Y esa clase de curación tiene más significado de lo que quizás nos demos cuenta.

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