¡Otro Error! Tal vez usted haya dicho o hecho algo que se prometió nunca más volver a hacer. Se siente furioso y contrariado, con alguien, con todos, con nadie, con usted mismo. Ahora esa sensación bien conocida de autocondenación y culpabilidad inunda su pensamiento. ¿Hay alguna manera de acabar con lo que pareciera ser una eterna repetición de bien y mal, de progreso y fracaso?
Comprender el hecho espiritual de que Dios nos ama a todos tiernamente, puede ser muy eficaz para arrancar el pensamiento de la contemplación de las debilidades humanas y llevarlo a descubrir el dominio espiritual con que Dios ha dotado al hombre. Ahora mismo, aun en medio de lágrimas y confusión, podemos regocijarnos de que nuestra verdadera identidad no es la de un ser humano pecador o estúpido. Nuestra verdadera identidad es la del hijo perfecto de la creación de Dios.
En realidad, somos hijos de Dios, Su linaje espiritual. No somos la creación de padres humanos o la creación de nuestros propios errores o triunfos. Cuando abrimos nuestro corazón a esta importante verdad, ya no nos contemplamos tanto como mortales con inclinación a pecar sino más como expresión de la naturaleza de Dios.
He aquí algunas de las cualidades semejantes a la naturaleza divina que expresan nuestra verdadera identidad: amor, gozo, rectitud, pureza, inteligencia, fortaleza. Si estas cualidades contrastan vívidamente con la imagen que puede haber estado asfixiando nuestros pensamientos, entonces es hora de comenzar a desprendernos de ese horrible y falso concepto que hemos estado abrigando acerca de nosotros mismos y disponer nuestro corazón para percibir al hombre como el amado hijo de Dios.
Dios es todo el bien. El crea únicamente lo bueno. Por lo tanto, el mal nunca ha sido creado realmente, aunque a veces parezca ser una fuerza muy real y hasta poderosa. Podríamos considerar que el mal es una forma de “apariencia” impuesta por el temor, la ansiedad, la ignorancia o el pecado. Las decepciones que ocasiona se eliminan cuando reconocemos sinceramente la verdad de nuestro ser y la profunda devoción por esta verdad.
Cuando un músico toca mal una nota, practica la música de nuevo. Es posible que tenga que repasar una parte de la partitura muchas veces, muy lentamente. Tal vez, para tocar cada nota correctamente, tenga que hacer un gran esfuerzo, pero el músico sabe que la autocondenación o el odiarse a sí mismo no corregirá el error. Es la práctica correcta lo que lo elimina. Si continúa practicando para tocar cada nota correctamente, en la representación las tocará de manera natural.
Y así es también con nosotros. En aquellos aspectos de nuestra experiencia que necesitan curación, con ternura y paciencia tenemos que imbuir el pensamiento con la verdad de nuestro ser, con las “notas correctas”, por así decirlo. Con firmeza, pero con bondad, podemos rechazar los pensamientos hostiles y frustrados que tratarían de sumirnos en el desaliento. Podemos comenzar afirmando y viviendo la verdad espiritual de nuestro ser: la verdad de que somos ahora mismo la completa expresión del bien.
Este reconocimiento de nuestro ser verdadero y su aplicación práctica en la vida diaria, son elementos de la oración. Al orar dirigimos humildemente nuestros pensamientos a Dios y aprendemos que El mantiene Su propia perfección. Dios es todo actividad; expresa perpetuamente armonía y bondad en toda Su creación, incluso el hombre. A medida que oramos para acallar nuestros temores, comprendemos que Dios realmente está con nosotros y que por cierto expresamos Su sabiduría, gracia y poder. La oración nos ayuda a apartar el pensamiento de los puntos de vista limitados que abrigamos de nosotros mismos y lo lleva a contemplar la unidad que existe entre Dios y el hombre, Padre e hijo. Puede que se requiera esfuerzo para acallar aquellos temores y heridas, pero recordemos al músico: nada de crítica, sólo una tierna perseverancia en la práctica correcta de las cosas.
¡Y la oración incluye práctica! A medida que el reconocimiento de lo que realmente somos se afianza en nuestro pensamiento, comprendemos que necesitamos expresar más cabalmente la espiritualidad y moralidad que nos son inherentes. No necesitamos “ensayar” el error, sino que tenemos que vivir con toda integridad las cualidades puras que constituyen nuestro ser verdadero.
Jamás estamos solos en este empeño; el poder de Dios impulsa y apoya cada expresión del bien, como lo muestra tan claramente la vida de Cristo Jesús. El Cristo, la naturaleza divina que Jesús ejemplificó, fue manifestado por el Maestro en su maravillosa demostración de la Vida divina. La pureza de sus pensamientos ciñó la verdad del ser del hombre tan cabalmente que lo llamamos Cristo Jesús. Jesús comprendió que el hombre es el hijo de Dios, y su fidelidad incondicional a este hecho espiritual — su oración— transformó la vida de la gente. Mediante sus curaciones sacó a relucir la verdad espiritual del ser y mostró que por más terrible que pueda haber sido el pasado de una persona, ella no tiene porqué continuar siendo esclava del pecado o la desdicha.
En el Evangelio según Lucas, leemos acerca de una mujer pecadora que encontró redención. Jesús estaba cenando en la casa de un fariseo. Esta mujer había oído hablar de Jesús y vino a verlo por una determinada razón. Le lavó los pies con sus lágrimas, los secó con sus cabellos, los besó y los ungió con perfume. Esta fue su manera de pedir perdón y curación. Y su súplica le fue concedida. Jesús le dijo: “Tu fe te ha salvado, vé en paz”. Lucas 7:50.
Este ejemplo del poder del Cristo para alcanzar el corazón humano y aportar curación y paz, nos da una útil lección. Cada anhelo por comprender mejor a Dios, cada esfuerzo por elevar el concepto que abrigamos de nosotros mismos, es bendecido. A fin de que nuestros esfuerzos por obtener curación sean más beneficiosos, tenemos que comenzar por ser lo suficientemente humildes y estar dispuestos a dejar que la influencia purificadora y sanadora del Cristo inunde nuestro pensamiento.
La humildad es una cualidad que ayuda a eliminar tanto el orgullo como el pesimismo autoimpuesto. La humildad nos capacita para desprendernos del concepto mortal y discordante que abrigamos acerca de nosotros mismos. Nos mueve a volvernos a Dios y decir: “Padre, todo mi ser está en Ti”. La humildad nutre la percepción espiritual y verdadera que tenemos de nuestro ser y anula las percepciones materialistas. Es el fundamento de la oración poderosa y regeneradora que deja entrar al Cristo y así nos purifica del temor y del pecado. Comprendemos con más claridad la verdad de que somos amados de Dios. Y este reconocimiento cambia nuestra perspectiva y acciones; nos sentimos bendecidos y mejor capacitados para beneficiar a otros.
Esta es la comprensión que la Ciencia Cristiana presenta al mundo del Cristo divino y redentor. Esta Ciencia está mostrando que, mediante la oración, podemos liberarnos de los problemas inherentes al materialismo; está probando lo práctico que es el poder sanador de Dios. Cada persona es digna de esta curación.
El libro Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, que se usa junto con la Biblia, puede ayudarnos a comprender más claramente el gobierno armonioso de Dios y cómo el poder divino sana la enfermedad y el pecado. Un pasaje de este libro ilustra con claridad la naturaleza de esta Ciencia y la curación que resulta de la oración que surge de lo profundo del corazón: “Es la espiritualización del pensamiento y la cristianización de la vida diaria, en contraste con los resultados de la horrible farsa de la existencia material; es la castidad y pureza, en contraste con las tendencias degradantes y la gravitación hacia lo terrenal del sensualismo y de la impureza, lo que realmente comprueba el origen y la eficacia divinos de la Ciencia Cristiana. Los triunfos de la Ciencia Cristiana están registrados en la destrucción del error y del mal, los cuales propagan las funestas creencias de pecado, enfermedad y muerte”.Ciencia y Salud, pág. 272.
Dios ama a cada uno de Sus hijos. Nuestras oraciones para aceptar el amor de Dios y expresar en mayor medida la naturaleza divina, ayuda a levantar el velo del mal y nos muestra lo perfectos que somos.
El hombre no es un pecador; el hombre es el hijo puro de la creación de Dios.
Fotografías página 10: Bill Grant