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Su luz nunca deja de brillar

Del número de junio de 2002 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Ha oscurecido. La fragata se sacude con la furia de las olas. Los marineros corren de un lado a otro. Bajan las velas, aflojan las guindalezas del cabrestante para bajar las pesas, y ajustan los cables que sostienen las cadenas del ancla. Se esfuerzan con denuedo para impedir que el fuerte viento cambie el curso del barco, rompa los mástiles y los arrastre inevitablemente hacia el océano abierto, justo en el paso del huracán.

El compás está fuera de control. Ya no saben dónde está la costa. De pronto en la distancia ven una luz casi imperceptible. “¿Es otro barco? ¿Lo viste? ¿Lo viste?” Pero la luz desaparece. “¡No! ¡No! Allí está otra vez. ¿La ves?” Las olas son tan altas que los marineros no pueden ver más que oscuridad. Después de un rato largo se dan cuenta de que es un faro. La luz que tanto deseaban ver. Un suspiro de alivio se escucha a través de la cubierta. No obstante, resta mucho por hacer. Todavía no están a salvo. Tienen que seguir trabajando duro. Pero la luz está allí; siempre ha estado allí para alentarlos, para guiarlos en la dirección correcta, para que no choquen contra las rocas ni queden varados en la arena. Para que lleguen seguros a puerto.

¡Cuántas veces tal vez nos sintamos como esos marineros en medio de una tormenta! Esperando ver la luz que nos ayude a superar los desafíos y nos guíe por el camino correcto; ansiando que la vida fuera más justa, más pacífica, más llena de amor. Que diera gusto vivir. Ese anhelo no es nuevo, así como tampoco la respuesta que lo satisface es nueva, sino que se ha estado manifestando por todos los tiempos, de distintas maneras.

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