CUANDO YO ERA NIÑA mi abuelita, a quien le encantaban los barcos y ver el correr del río, me llevaba muchas tardes a pasear por el Monumento a la Bandera en la ciudad de Rosario de Santa Fe, Argentina, desde donde se apreciaba el hermoso río Paraná. Ella siempre hablaba de la belleza y armonía de toda la naturaleza que nuestros ojos apreciaban, y de la importancia de sentir esa belleza interiormente. Esos momentos tan hermosos que viví junto a ella despertaron en mí con el tiempo, el deseo de viajar alguna vez en un barco, ¡y, de ser posible, uno bien grande!
Muchos años después, una mañana, recibí una llamada telefónica con una invitación para ser jurado en un concurso de belleza que iba a tener lugar durante las fiestas navideñas. Y, para mi sorpresa, el evento era en un barco, el más grande del mundo en ese momento. Mi deseo se había cumplido.
Días antes de zarpar, todos los medios de comunicación difundían la noticia de que una tormenta tropical se estaba desarrollando, y que posiblemente se transformara en un huracán. Sin embargo, yo estaba segura de que el amor de Dios me había guiado hasta ver mi deseo cumplido, y no me abandonaria. Y yo ciertamente no iba a permitir que me dominara el miedo.
Llegó el día y zarpamos. Todo el equipo de trabajo y yo estábamos tan ocupados con las actividades del evento, que no teníamos tiempo para ninguna distracción. En un momento dado, llegué a mi camarote, y al mirar por la ventana vi que el cielo parecía derrumbarse ante mis ojos. El viento estaba embravecido y parecía como que las olas iban a tragarse el barco. ¿Qué podía hacer? Nuevamente me reconfortó pensar que Dios me cuidaba y me sostenía con Su amor.
Salí por un momento al pasillo y vi que el personal de a bordo se mostraba inquieto, y pronto el capitán nos pidió a todos que nos tranquilizáramos, que nada malo nos iba a pasar. Estas palabras nos trajeron a todos mucha paz.
Mi pensamiento siempre se basó en el reconocimiento de que Dios es el único poder y la única fuerza verdadera. En Él está nuestro sostén, donde nuestro verdadero ser es espiritual, perfecto e intacto.
Los pasillos estaban llenos de gente. Las madres llorando, los niños gritando, y todo lo que se veía fuera de borda era penumbra. Nosotros allí, apoyándonos unos a otros, no veíamos la hora de llegar a la costa.
Luego recordé que era el día de Navidad, el día en que celebramos la llegada de la luz, el Cristo, que viene a destruir las tinieblas de dudas y temores y a librarnos de todas las aflicciones.
En mi estudio de Ciencia y Salud había leído un pasaje que no dejaba de venir a mi memoria, y que dice: "Levantaos en la fuerza del Espíritu para resistir todo lo que sea desemejante al bien. Dios ha hecho al hombre capaz de eso, y nada puede invalidar la capacidad y el poder divinamente otorgados al hombre".Ciencia y Salud, pág. 393. Esta idea me fortaleció mucho.
Pronto la situación se apaciguó. El mar alcanzó su nivel normal y la atmósfera se volvió fresca y agradable. Se sentía la concordia que Dios siempre imparte. Los rostros se veían con semblantes de paz y el hermoso árbol de Navidad sonreía a todos con sus coloridas luces intermitentes.
La completa seguridad en el poder de Dios me mantuvo confiada en que nada malo nos podía suceder y en el marco de las celebraciones se manifestó la alegría que Dios da a todos.
El día siguiente comenzó con una mañana radiante de sol, llena de gozo. Para mí fue como una señal más que reafirmaba el señorío que Dios le había dado al hombre sobre toda la tierra.