LA TARDE era hermosísima y estaba fresco y agradable bajo los árboles del parque. A nuestro lado, en el estanque de los botes, un grupo de niños reía y se zambullía en las aguas turbias.
Me detuve a mirarlos mientras los escuchaba llamarse entre sí sin entender casi nada de lo que decían. Así que me contenté con ver sus expresiones de gozo y escuchar sus cantos. Eran alrededor de siete u ocho pequeños de distintas edades, con ropas muy pobres.
Bajó los ojos y me lo agradeció, ignorante de su propia belleza.