En octubre del 2000, estaba comenzando mi cuarto año como maestro y las cosas marchaban muy bien. Entonces un día, la administradora de la escuela me llamó a su oficina para hablar conmigo sobre un alegato de mal comportamiento que había hecho un padre, con relación a un incidente que había ocurrido en la escuela al término del año académico anterior. Cuando salí de su oficina pensé que todo el asunto había terminado ahí, pero en lugar de eso, me despidieron.
Cundo me di cuenta de que ya no podía hacer nada para recuperar mi trabajo, pasé de negarme a aceptar lo sucedido a estar muy enojado. Sentí que la decisión que habían tomado era totalmente injusta y que la circunstancia que llevó a acusarme del hecho había sido mal interpretada y exagerada.
Me reuní con una mentora de maestros que me había ayudado cuando empecé a enseñar, quien me aconsejó que consiguiera un puesto de maestro en otra parte. Pero yo me sentía tan abatido y deprimido, que ella me preguntó: “¡Acaso no crees que hay un Dios que hará que se haga justicia?”
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