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Dios no me había abandonado

Del número de mayo de 2004 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace un par de años, me ocurrió algo que me dejó una gran enseñanza y un mayor crecimiento espiritual.

Pasó cuando gradualmente comencé a caer en un pozo profundo. Mi pensamiento se hizo errático y estaba totalmente descontrolada. Fui perdiendo el gusto de vivir, dejé de comer, de dormir, y llegué a bajar más de 20 kilos. Además estaba sugestionada por el temor de tener una enfermedad incurable. Fui perdiendo la paz y la capacidad total para orar por mis propios medios, por lo que le pedí a una practicista de la Christian Science que me apoyara con su oración, y así lo hizo por un tiempo. Yo ansiaba sentir amor, que me abrazaran, que comprendieran la terrible lucha que libraba interiormente. No obstante, mi conducta continuó cambiando y poco a poco fui perdiendo la razón.

Mi esposo, estaba muy asustado. La gente que me veía decía que estaba tan delgada que no iba a poder seguir viviendo, y le dijeron a mi esposo que si no hacía algo al respecto alguien lo acusaría de "abandono de persona", y podría terminar en la cárcel. Por todas estas razones y tras consultar con un juez, una abogada, sicólogos y siquiatras, decidió internarme — sin decirme nada — en un instituto siquiátrico situado a 100 km de mi casa. Lo bueno fue que en el instituto respetaron mi deseo de no ser medicada en ningún momento.

Hace 25 años que estudio la Christian Science, pero en esas condiciones me resultaba imposible leer literatura alguna, no obstante, reconocía la presencia de Dios. Poco, a poco, ante el temor de que me dieran medicamentos si perdía el conocimiento, comencé a comer otra vez, y a sentirme un poco mejor. Tres semanas después, les pedí que me autorizaran a ir a mi casa de visita, y me permitieron ir la primera vez, por tres días. Y fue allí donde me reencontré con Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras y la Biblia. Al principio no entendía lo que leía. Hasta que un día en que estaba de visita en mi casa, leí el siguiente mensaje de Jesús que me produjo un gran impacto: "os doy potestad... sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará" (Lucas 10:19). Comencé a sentir como que algunas citas me hablaban directamente a mí, y como que me despertaba de un sueño. Comencé a limpiar y arreglar algunas cosas en la casa. Cuando volví al instituto la gente no me reconoció, tal había sido el cambio.

Gradualmente, fui reconociendo que Dios como un verdadero Padre, protector y siempre atento a la necesidad de sus hijos, nunca me había abandonado, ni siquiera en el hospital. Los síntomas fueron cediendo a medida que yo reconocía cada vez más la presencia de Dios, y Su poder insustituible. Varias semanas después, se comprobó clínicamente que ya no tenía síntomas de ninguna enfermedad de orden físico ni psíquico. Los mismos profesionales no se explicaban cómo se había revertido la situación de manera tan natural y en tan corto plazo.

Muy pronto me dieron de alta y pude quedarme en casa. Pero faltaba algo esencial: no me habían otorgado el alta judicial. Las autoridades del Instituto me advirtieron que era muy difícil obtenerla y que podían pasar años.

Entonces yo pensé: "El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?" (Génesis 18:25) Durante esa espera, aproveché para reconocer los derechos de todos. Me vino al pensamiento un mensaje de Ciencia y Salud que dice: "Dios ha dotado al hombre con derechos inalienables, entre los cuales se encuentran el gobierno de sí mismo, la razón y la conciencia" (pág. 106).

Ése era el momento de reconocer mis derechos y los de todos. Incluí a médicos, enfermeras, abogados, jueces, y hasta reconocí los derechos de los otros internos. Mi esposo incluso fue a ver al juez para decirle que yo estaba muy bien y a pedirle que me diera el alta. Fue así que justo dos días antes de Navidad, recibí el regalo más esperado: la abogada me llamó por teléfono diciendo: "Tengo en mis manos el alta judicial: usted está libre, totalmente libre".

Había recuperado mi derecho a la libertad mental y el dominio propio que Dios me otorgó por herencia divina. Se normalizó el descanso y la alimentación, y en pocas semanas alcancé mi peso normal. Comencé a cuidar de mis plantas y flores como siempre lo había hecho, y a rodearme de belleza y color. Esto incluyó todos los detalles de la casa y hasta el arreglo de mi persona, (porque había llegado a abandonarme al extremo). Pero fundamentalmente recuperé algo largamente anhelado: el deseo de vivir.

Ese período tan difícil, me ayudó a reflexionar acerca de quién soy yo realmente, y a entender que en ningún momento puedo estar en un estado ajeno a mi naturaleza espiritual y libre.

Estoy tan agradecida por esta curación, y a Mary Baker Eddy por habernos enseñado los derechos que tiene el hombre como hijo amado de Dios. Hoy siento el vivo deseo de orar diaria y persistentemente, como nunca lo había sentido antes. Siento una gratitud muy profunda por haber conocido esta religión tan práctica y demostrable.



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