Hace unos años tuve una experiencia por la que estoy muy agradecida a Dios. Ocurrió en una época en la que en Guatemala estaba muy latente el conflicto armado entre la guerrilla y los militares, que llegó a durar más de 40 años.
En una ocasión, me avisaron de un proyecto de construcción que se estaba efectuando en Cantabal Quiché, un Departamento localizado al noreste de Guatemala. En esta región se encontraba una base militar, pero también la guerrilla había estado bastante activa y tenían enfrentamientos armados todo el tiempo. Sin embargo, me habían contado que cerca de allí existía una persona que, de forma loable y sin esperar nada a cambio, estaba construyendo un pueblo con calles y muy bien arreglado, donde la gente pudiera vivir en paz. Todos los que allí quisieran residir participarían en la construcción.
Cuando les pregunté a algunos colegas periodistas si querían acompañarme para cubrir la historia de esta maravillosa persona, dos estuvieron de acuerdo y volamos en avioneta, ya que no había otra forma de llegar puesto que el pueblo estaba montado en medio de la jungla.
Al llegar a esa localidad, nos advirtieron que no emprendiéramos el regreso después de las cinco de la tarde porque era peligroso debido al mal tiempo. Sin embargo, nos entretuvimos más de la cuenta y cuando subimos a la avioneta ya eran cerca de las seis. Poco después de despegar se desató una tormenta eléctrica muy severa. Nuestro avioncito parecía un barrilete en el aire. Observé que el piloto, el copiloto y mis colegas estaban con temor. Si el piloto estaba asustado, comentó un colega, ya nos podíamos imaginar lo que nos podía pasar.
Al ver la reacción de esta gente, afirmé que no tenía que haber ningún temor en ese avión. No podía dejar que cundiera el pánico. De modo que en medio de la neblina y los rayos empecé a decirles que el poder de Dios nos sostenía en el aire y que Su presencia podía disipar la densa neblina, tal como la luz del sol lo puede hacer. Para entonces, los pilotos ya no podían leer sus instrumentos y parecía que estábamos perdidos.
En ese momento pensé que Dios nunca nos dejaría desamparados, sino que estaba ahí mismo con nosotros. Tenía la certeza absoluta de que estábamos protegidos y ni por un instante tuve miedo. Les empecé a decir que Dios nos amaba y era tan poderoso que así como Él sostenía las estrellas y los planetas, nos podía sostener en cualquier vicisitud. También pensé que si nos había protegido para llegar a Cantabal Quiché y hacer nuestro trabajo sin peligro alguno, a pesar del conflicto armado que nos rodeaba, también nos mantendría a salvo en medio de esa tormenta.
Entonces, se me ocurrió que las condiciones atmosféricas extremas no son más que la propagación de pensamientos negativos que tenemos que anular.
Les hablé de Dios y de nuestra relación con Él, y pensé en el libro Ciencia y salud y en las verdades que nos enseña acerca de la vida, como cuando dice: "Tal como una gota de agua es una con el mar, un rayo de luz uno con el sol, así Dios y el hombre, Padre e hijo, son uno en el ser. Las Escrituras dicen: 'Porque en Él vivimos, y nos movemos, y somos'". Ciencia y salud, pág. 361.
Les expliqué que era importante no tener miedo y seguí hablando hasta que se tranquilizaron. Pronto el panorama se empezó a aclarar, salimos de la tormenta y finalmente llegamos a la ciudad de Guatemala sin problemas. Después me enteré por uno de los pilotos que al aterrizar sólo nos quedaban tres minutos de combustible. No obstante, esa información confirmó mi certeza de que hay leyes espirituales que tenemos que poner en práctica en cada instante de nuestra vida, porque son omnipotentes y más importantes que cualquier supuesta ley material, y así se lo dije.
Aun hoy cuando me encuentro con esas personas, se acuerdan de esta experiencia, y me dicen: "No sé cómo lo hicimos, pero volvimos a vivir". Ellos reconocieron que el haber quitado el miedo de nuestro pensamiento y haberlo sustituido con la certeza de que el amor de Dios nos estaba protegiendo, tuvo buenos resultados.
Para mí, fue una experiencia muy útil que me hizo estar más convencida que nunca de que el poder de Dios nos mantiene siempre a salvo, porque es tan universal y verdadero que podemos reflejarlo a cada instante.