Todavía me parece sentir la mano callosa de papá en mi hombro mientras nos dirigíamos hacia la quinta, esforzándome por sostener el compás de su caminar. Yo gustaba anticipadamente el sabor veraniego de peras e higos que los viejos árboles frutales ofrecían.
Pero para llegar hasta allá era necesario atravesar un campo donde pastaba un carnero, uno especialmente agresivo.
Al llegar al lugar, papá oprimió con fuerza mi hombro mientras murmuraba: “!No demuestres miedo! Eso sólo hace que se envalentone más aún”.
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