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Una guía certera

Del número de septiembre de 2006 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace unos años, yo me sentía muy confundida acerca de mi papel como madre. Tengo dos hijas y una de ellas había decidido irse a vivir fuera de la casa para ser más independiente. Mi esposo no estaba de acuerdo con esta decisión, y yo tampoco, pero no sabía si tenía que intervenir o no. Pensaba que ella era mayor de edad y yo no podía opinar.

Aunque algunas amigas me comentaban que los hijos tienen derecho a tener sus propias experiencias y a cometer sus propios errores, y que los padres tienen que mantenerse al margen de la situación, yo no me sentía cómoda con esa manera de pensar.

Un fin de semana, mi hija quedó en visitarnos pero luego cambió de parecer y decidió visitar a unos amigos. Cuando me dijo esto me dejó preocupada porque la sentí triste. Entonces empecé a preguntarme: “¿Por qué no puedo intervenir? ¿Hasta dónde puedo dar un consejo? ¿Puedo orar por ella?”

La primera respuesta que me vino al pensamiento fue terminante: “No hay edad”. Esto estaba en línea con esta frase de Mary Baker Eddy en su obra Ciencia y Salud: “El hombre es su eterno mediodía, jamás oscurecido por un sol declinante”. Y más adelante dice: “Jamás registréis edades. Los datos cronológicos no son parte de la vasta eternidad”. Ciencia y Salud, pág. 246.

“Qué interesante”, pensé: ”Si no hay edad entonces no hay menores de edad, ni tampoco hay una mayoría de edad que nos esté separando y que me impida intervenir”. Esta respuesta fue clave porque me estaba indicando que tenía que cambiar mi manera de pensar. También recordé otra cita del mismo libro que dice: “No se puede separar el afecto de una madre de su hijo, porque el amor de madre incluye la pureza y la constancia, las cuales son inmortales. Por lo tanto, el afecto materno perdura bajo cualquier dificultad”. ibíd., pág. 60.

Estas ideas me hicieron entender que la relación de madre e hija nunca se pierde. Vi que no solamente tenía el derecho, sino también la obligación de orar por ella. Pensé que si la relación padre-hijo se desvaneciera cuando uno es mayor de edad, entonces Dios, mi Padre, ya no me sostendría, dejando que me valiera por mí misma; y esto jamás podría ser verdad.

Asimismo reconocí que si tenía el título de madre no era para quitarle el lugar a Dios, sino para expresar esas cualidades maternas divinas. Entonces el cuidado, el apoyo, la ternura, la protección, me pertenecían, y todo eso tenía que expresarlo con mi hija.

Ese día me fui a dormir muy tranquila. Eso ocurrió un viernes. El sábado por la noche también estuve orando. Me sentía contenta, sabiendo que Dios estaba siempre presente, por lo tanto, mi hija nunca podía estar fuera de la protección divina.

Pero el domingo al mediodía nos llamaron de un hospital para avisarnos que mi hija había tenido un grave accidente de impacto corto en la motocicleta, o sea, que había sido tan fuerte que esperaban que muriera de un momento a otro.

Ni bien recibimos la noticia, me aferré a la idea de que su vida era Dios. Todo el trayecto hasta que llegamos a verla estuve afirmando que la Vida es Dios y para Él no hay muerte. Cuando me venía la idea de que debíamos prepararnos para lo peor, negaba de inmediato que pudiera haber fallecido.

Cuando la vi me quedé muy impresionada. De inmediato pensé que mi hija era un reflejo de Dios; que era espiritual, no material.

El accidente había sido provocado por un menor de edad que iba en un automóvil a alta velocidad. Así que lo primero que pensé fue en perdonar a ese joven. Los papás del muchacho se acercaron a nosotros, y realmente sentí un amor profundo por ellos.

Más tarde, cuando mi hija mayor iba a entrar a verla, le dije: “No creas lo que ves. Sólo ve lo que Dios ve”.

Durante las primeras visitas reconocía, con cierta timidez, la realidad espiritual de mi hija, hasta que poco a poco fui afirmando las verdades espirituales con más seguridad. Ya no me importaba afirmar en voz alta que mi hija era inocente y que no tenía que sentirse culpable por lo sucedido porque nadie la condenaba. Aunque estaba en coma, la alentaba diciéndole que Dios la contemplaba en su estado perfecto, porque así la había hecho.

En una ocasión el doctor intercedió porque no querian dejarme pasar debido a que ella estaba en terapia intensiva. Luego él me dijo: “Siga diciéndole lo que le dice siempre”. De esto deduje que, aunque no me lo había dicho, él reconocía que la mejora que se estaba produciendo era en gran medida gracias a la ayuda espiritual que yo le daba.

A veces, cuando mi hija empezaba a volver en sí en sus momentos de inconsciencia usaba palabras agresivas hacia personas de su imaginación. Yo continuaba insistiendo en que su ser verdadero era espiritual y bueno. Recordando las palabras de Jesús, yo pensaba: “Sal de ahí Satanás porque éste no es tu lugar”. Sabía que no podía dejarme engañar por esa reacción y continuaba orando por ella.

Poco tiempo después regresé a verla y era una vez más la niña encantadora de siempre. Las enfermeras estaban muy contentas con ella porque era muy amable y las trataba con mucho respeto y gratitud. Ésa fue otra enseñanza para mí. Aprendí que ver el ser verdadero a imagen y semejanza de Dios elimina todo aquello que no sea Su obra.

Cuando le dieron el alta en el hospital, tuvimos que llevarla, por indicación médica, a que la viera un neurólogo. Éste nos dijo que era indispensable que tomara medicamentos por seis meses como mínimo, pero con la idea de que los tomaría de por vida. El pronóstico era que tendría dolores de cabeza intensos e insoportables, y que solamente con el medicamento podría ser llevadera su vida.

Mi hija y yo le explicamos que nos apoyábamos exclusivamente en la oración para la curación. El neurólogo estuvo de acuerdo y dijo que no tomara los medicamentos si no quería, dándonos su número de teléfono para que nos comunicáramos con él si fuera necesario. Nunca tuvimos que hacerlo.

Me esforcé por ver lo que Dios estaba viendo en esa situación.

Al mes regresamos para que le hiciera otra revisión, y recuerdo que el médico observaba a mi hija sin emitir palabra. Yo me sentía desconcertada, hasta que, después de varios minutos dijo: “De modo que no tomó ningún medicamento, ¿verdad?”

Mi hija y yo habíamos estado orando, reconociendo continuamente que su ser verdadero no estaba separado de Dios, el bien, porque esos dolores de cabeza que se habían pronosticado efectivamente habían aparecido, pero gracias a la oración no tuvo necesidad de tomar ningún medicamento. La curación fue completa. Al mes el médico le dio el alta definitiva.

La mayor bendición para mí fue la transformación de mi pensamiento. Gracias a todo lo que había aprendido con el estudio de Ciencia y Salud pude comprobar que recurrir a la Ciencia divina para entender nuestra relación con Dios nunca nos deja donde nos encuentra.

Mis dudas sobre mi papel como madre han quedado en el olvido. Hoy comparto mi opinión con mis hijas sabiendo que siempre tengo a mano la guía certera de mi Padre-Madre Dios.

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