Recuerdo que, durante algunos años, antes de las fiestas navideñas, me quedaba trabajando hasta tarde en una oficina del centro de la ciudad. Cuando terminaba, ya había anochecido, todos los negocios estaban cerrados, el gentío había desaparecido, y salía encontrándome con una plaza céntrica totalmente vacía. Sólo se veían uno o dos ejecutivos llevando a casa los paquetes de sus compras hechas a último momento, caminando apresurados en el frío.
Sin gente a su alrededor, las decoraciones de los faroles y los árboles iluminados ya no parecían tan alegres, sino más bien sombríos. Y uno no podía evitar pensar que no había mucho en esos enormes edificios vacíos, que pudiera satisfacer el espíritu de sus diarios ocupantes. Las transacciones comerciales, el fugaz prestigio y el sueldo elevado, tampoco podrían satisfacerlo. Caminando en la oscuridad, sentía claramente que todos necesitábamos buscar en otro lugar para encontrar el corazón y el alma de nuestra vida.
Hoy en día, los arreglos festivos ofrecen una especie de cálido y temporario respiro a ese yermo. Pero es interesante notar que es la historia original y sencilla de la Navidad la que continúa brindando la promesa práctica más grande para elevar los corazones de todos.
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