Hace cinco siglos muchos españoles cruzaban los mares en busca de El Dorado. Hoy, cincuenta años después del Tratado de Roma, España se ha convertido en una nueva tierra prometida. Desde El 2000, a causa de la inmigración, se ha pasado de 40 a 44 millones de habitantes. Es uno de los países de Europa que absorbe mayor flujo migratorio.
Puesto que esto es sólo el comienzo, llena de preocupación a no pocos. El territorio se puebla de mezquitas, iglesias evangélicas y otros diversos lugares de culto. Integrar a todo recién llegado sin mutilar sus señas de identidad se ve difícil, pero es vital. Los recursos del Estado para canalizar tal riada humana están al borde de ser superados. Los tumultuosos desórdenes del pasado año en la vecina Francia son una sonora señal de alerta.
Frente a este incierto panorama lo primero que resalta es la necesidad de iluminación. Y saber que un solo Cristo abraza a toda la humanidad, ayuda a mantener una clara y esperanzada contemplación de la realidad.
Lo cierto es que están sucediendo cosas maravillosas, porque sólo Dios actúa constantemente. La inmigración ha de ser una bendición para los que estábamos, para los que vienen y para los que quedan en los países de origen.
Para repartir no hay sólo los cinco panes que ven los observatorios de economía.Mateo 14:16-21. Conforme haya más invitados a la mesa más se multiplicará lo bueno. El refrán castellano dice que los niños vienen con un pan bajo el brazo. Y esto es verdad en cuanto a que cada hombre tiene a Dios por herencia.
El Dorado está donde Dios, donde nos encontramos con Él, donde somos conscientes de Su infinita y amorosa presencia. Todo desterrado, "separado de su tierra", tiene enfrente la zarza ardiente que proclama que todo el suelo que se pisa es territorio sagrado.
España envejecía. La natalidad había decrecido críticamente. Las perspectivas de futuro se ensombrecían. Así, la llegada de tantos hermanos de acentos diferentes representa todo un regalo. Hoy los jardines de infancia se llenan con un arco iris de risas inocentes. Nadie debe pensar ya en diluvios destructores.
Todo aprovecha para los que aman a Dios.
La inmigración ocupa el vacío dejado por las generaciones que aquí se jubilan. La necesidad de cuido de estos mayores posibilita no sólo nuevos puestos de trabajo, sino una calurosa relación humana. El temido futuro de soledades se ha cambiado por cauces nuevos de cálida comunicación. Y también los países de origen balancean su economía con las remesas de divisas enviadas por la solidaridad familiar.
Pero se necesita una mirada más profunda. En el Reino de Dios no hay límites y no puede haber fronteras que sean barreras. La tierra pertenece a Dios, y en ninguna parte Su hijo puede sentirse o ser considerado como extranjero. Nadie que vea desde la luz del Cristo puede ver a alguien como un intruso o un ilegal.
En la tierra de Dios la luz no deja sitio para el caos. Todo es orden. Y se ha de reflejar. Los políticos articularán leyes justas y sabios procedimientos que permitan y ordenen la libre y segura circulación de los hijos de Dios. La búsqueda de un lugar bajo el sol no tiene por qué ser un nuevo vía crucis.
La inmigración ha despertado a la sociedad. Ha hecho llorar con el recuento casi diario de los que no llegan a alcanzar el estrecho de Gibraltar, y ha descubierto el tesoro de la solidaridad ignorada que ha socorrido de corazón a los recién llegados.
Pero el error de la pobreza y la necesidad se presenta aquí no para ser lamentado, sino para ser corregido.
Previo a cumplir "el dadle vosotros de comer" hay que elevar la mirada y reconocer todo lo que Dios ya ha dado y que sólo hay que descubrir. Desde esa realidad se aportará la luz necesaria para que cada uno encuentre lo suyo. Y es una gran verdad puesto que en el Amor Infinito toda la humanidad ya tiene su lugar.
