Nací en un país, me crié en otro, me he mudado de continente en varias oportunidades, y actualmente vivo en un país maravilloso: Rumania.
El 31 de Diciembre del 2006 pasé el fin de año más impactante que haya tenido jamás. Tras las doce campanadas, este país entraba a formar parte de la Unión Europea —un sueño altamente atesorado por la inmensa mayoría de los rumanos— y la ciudad de Bucarest, se volcó a demostrar su alegría con fuegos artificiales. Desde mi dormitorio la vista fue espectacular, y yo pensé en el significado que ese momento tenía para muchas familias marcadas por la separación, ya que innumerables rumanos han tenido que emigrar para forjarse un futuro en otra parte. La entrada en la Comunidad Europea acerca a aquellos que están lejos y les brinda más posibilidades de volver, y muchos de los que pensaban marcharse empiezan a tener esperanzas de progreso y prosperidad sin tener que hacer las maletas.
No obstante, el problema de los inmigrantes no se refiere sólo a Rumania. Quien, por un motivo u otro, se ha visto obligado a dejar su tierra natal, con frecuencia sabe lo que significa sentirse lejos del hogar. Incertidumbre, temor y nostalgia se ciernen en miles de corazones que luchan por abrirse camino fuera de su país. Muchas personas enfrentan el desafío de acomodarse a otro idioma, otras costumbres, otro clima.
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