Las flores silvestres de vívidos colores, la majestuosidad de las poderosas cataratas, la tranquila reflexión del cielo en un pequeño manatial, son tan solo unas pocas de las muchas formas en que la naturaleza expresa la belleza, frescura y continuidad de la Vida divina. Las mismas nos dan inspiración para que tengamos la expectativa de ver esas mismas cualidades manifestadas en nuestra propia vida. Cuando las encontramos nos embarga la alegría y un sentido de realización. Pero otras veces parece como si nuestra existencia pudiera estar privada de la fortaleza, salud y promesa que naturalmente nos pertenecen.
Los medios de comunicación a menudo contribuyen a que sintamos esa sensación de incertidumbre y temor acerca de nuestra vida, cuando informan que la violencia, las enfermedades, los desastres naturales y muchos otros desafíos, son una amenaza perpetua para nuestro bienestar. No obstante, antes de aceptar este punto de vista negativo de la vida, necesitamos considerar más profundamente lo que constituye su verdadera naturaleza.
A lo largo de las épocas, pensadores y científicos han desafiado la evidencia que tenían ante sus ojos. Han cuestionado lo que a veces se consideraba incuestionable. Como resultado, encontraron que, después de todo, la tierra no es plana. También que lo que vemos como materia inerte es, en realidad, la expresión de fuerzas de energía que están en constante movimiento. Incluso las nociones de tiempo y espacio han sido radicalmente redefinidas desde el 1800.
Jesús probó que la vida no se encuentra en la materia.
Hoy estamos listos para despojarnos de otros conceptos erróneos del pasado. Más allá del alcance de la astronomía y la física, uno de los más grandes conceptos erróneos que necesita corrección es la creencia en la fragilidad de la vida. Es fácil considerarnos víctimas potenciales —víctimas de la enfermedad, la economía, la vejez o la violencia. Pero la verdad es que nunca somos víctimas porque la Vida divina —Dios, nuestra fuente divina— es siempre completa y segura. Por lo tanto, podemos desafiar cualquier pensamiento que diga lo contrario.
Contradiciendo la evidencia misma que tenía delante, Jesús probó la fortaleza e integridad de la vida. Calmó tormentas, sanó enfermos y se mantuvo a salvo cuando una multitud trató de lastimarlo. Mediante su resurrección probó la verdad absoluta de que la vida no se encuentra en la materia ni pertenece a ella, sino que es producto del Espíritu, y, por lo tanto, es siempre pura, completa y fuerte. Jesús no sólo demostró la fortaleza que proviene de la Vida divina por medio de sus propias obras, sino que también enseñó a otros a reconocer esta fortaleza y demostrarla.
Actualmente, podemos experimentar más de esta Vida triunfante, más de su integridad y perfección. Mary Baker Eddy comprendió que las enseñanzas y la práctica de Jesús eran una indicación de la naturaleza puramente espiritual de la vida, de su origen divino; una vida que podía incluir sólo perfección e inmortalidad. En su libro Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, demostró cómo podemos reclamar con alegría nuestra inmunidad contra todo peligro, aferrándonos constantemente a nuestra comprensión de que Dios, la Vida misma, sólo conoce la perfección de la creación divina. Ella escribió: “Levantaos en la fuerza del Espíritu para resistir todo lo que sea desemejante al bien. Dios ha hecho al hombre capaz de eso, y nada puede invalidar la capacidad y el poder divinamente otorgados al hombre”. Ciencia y Salud, pág. 393.
Como la expresión completa de nuestro Hacedor divino, tenemos la capacidad y libertad de tomar consciencia de la naturaleza espiritual de la Vida, y esto nos permite resistir los argumentos mentales que afirman que la deformidad y la imperfección son reales e inevitables. La consciencia del Cristo —los pensamientos que recibimos de Dios cuando elevamos nuestra mirada de la mortalidad a la inmortalidad, del concepto humano de vida al concepto divino— reemplaza nuestras creencias materiales y limitadas acerca de la vida con una comprensión más espiritual que revela que la Vida divina, nuestra única fuente, es inmutable y armoniosa. Debido a su origen divino, en la vida no hay decadencia ni debilidad. Su belleza y fortaleza revelan un esplendor que la naturaleza sólo puede susurrar.
