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Protegidos en el aire

Del número de septiembre de 2007 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace años, trabajé de aeromoza de la línea aérea Aviateca. Un día, mientras volábamos en un avión DC-6 de cuatro motores rumbo a la ciudad de Nueva Orleáns, con pasajeros y otras dos aeromozas, de pronto los motores empezaron a fallar. Era una situación extremadamente difícil, y los pasajeros empezaron a preocuparse.

Las otras aeromozas estaban fuera de sí, de modo que empecé a hablarles del amor portector de Dios. En ese momento, me acordé de un artículo titulado "La Ley de Dios que todo lo ajusta", de Adam H. Dickey, donde dice que aunque uno esté un una situación peligrosa —ya sea en medio del mar, ahogándose, en un foso de leones, u otra circunstancia— siempre está en operación una ley de Dios que nunca nos deja caer.

En ese momento, yo no tuve ninguna duda de que Él estaba en completo control de ese avión. Que si Dios había creado el universo y las estrellas, y nos había creado a nosotros y tantas otras cosas bellas y diferentes en el mundo, era capaz de mantenernos en el aire y a salvo.

Entonces, les pedí a las aeromozas que comenzáramos a orar pensando en el bien que nos pertenece por derecho divino. Les dije que si nos aferramos a la idea de que el bien tiene todo el poder, el mal pierde su aspecto amenazador en el pensamiento y se destruye.

Yo misma me aferré a esa idea con una certeza absoluta. No tuve miedo ni por un instante, porque me di cuenta de que lo más importante era eliminar el miedo. Pensé que aunque sólo una persona en ese avión supiera que el bien es Dios, y nos pertenece a todos, podíamos sentirnos protegidos por Él, y que eso sería suficiente para estar a salvo.

Nos quedamos sin motores.

Mientras tanto el avión seguía avanzando. Quedaban unos cuarenta minutos de vuelo para llegar a Nueva Orleáns. Los pilotos nos habían pedido que les dijéramos a los pasajeros que se quitaran los zapatos, así como bolígrafos o cualquier elemento punzante, y que les enseñáramos cómo tenían que sentarse para un aterrizaje forzoso. El aeropuerto ya estaba en alerta y las motobombas listas para un posible desastre que pudiera haber a la hora de aterrizar.

Yo continué orando con las ideas que había aprendido desde niña, una de ellas, que el mal no podía gobernar en ningún momento. Hacía un tiempo había leído en Ciencia y Salud que "El mal no tiene poder ni inteligencia, porque Dios es el bien y, por tanto, el bien es infinito, es Todo". (Pág. 398) Esto para mí significaba que podía confiar en Dios, porque Él estaba siempre presente.

De pronto nos quedamos sin motores y fuimos planeando, y según recuerdo, unos cinco minutos antes de llegar a Nueva Orleáns, empezó a funcionar un motor y con ése imagino que aterrizamos.

Cuando finalmente se detuvo el avión, uno de los empleados del aeropuerto tuvo que sacudir a los pilotos porque estaban petrificados en sus asientos; no podían creer lo que había pasado. Según ellos, no era posible que hubiéramos llegado sanos y salvos. Tampoco nunca nadie se pudo explicar cómo de repente en los últimos minutos hubiera funcionado de nuevo un motor.

Mucha gente decía que había sido un milagro, pero yo sabía que lo que algunos llaman milagros son la verdadera realidad de nuestra vida. Todos los días y a cada instante, lo normal es estar bien, es tener abundancia de vida, amor y armonía. El bien es algo natural; el mal es lo que hay que desechar por querer representar la ausencia de Dios.

Todavía hoy, cuando me encuentro con alguno de los pilotos, me dice que jamás creyó que íbamos a salir con vida de esa experiencia. Pero yo sé que fue Dios el que nos sostuvo en el aire, y que cuando declaramos con firmeza, comprendiendo en nuestro pensamiento que Él nos sostiene, eso se cumple, porque es una ley divina.


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