Con un corazón rebosante de amor y alegría recibí el nacimiento de mi hijo mayor. Durante el embarazo, yo había estado estudiando la Ciencia Cristiana, así que cuando nació el bebé lo vi perfecto.
A los pocos días, mi suegro que es pediatra, me preguntó si le permitía llevar una especialista para tratar las piernas del niño que estaban torcidas. Accedí con renuencia. Después de verlo, la doctora me dijo que el niño tenía una malformación en las piernas y que debería usar, a partir de los tres meses de edad y durante un año, una férula para enderezarlas. Ese aparato mantendría sus piernas abiertas y totalmente rígidas, y debería tenerla puesta inclusive por las noches.
Yo veía como el niño movía sus piernitas y tan sólo imaginar que mi hijito no podría moverse ni expresarse con la alegría de todos los bebés, me pareció absolutamente cruel.
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