Cuando mi hijo tenía 4 meses se le desarrolló una infección en la garganta. Al principio pensamos que era algo pasajero y lo llevamos a un médico que le recetó unos medicamentos. Como el niño no sanaba, consultamos con varios doctores, pero ninguno de los medicamentos que recetaron dieron resultado. Por último, lo llevamos a un pediatra otorrinolaringólogo. A esta altura el problema se había ido acrecentando al grado que comenzó a tener una supuración por el oído.
El doctor decidió hacerle una serie de estudios muy sofisticados y al mostrarnos la radiografías nos informó que la condición era bastante grave y que era necesario hacerle urgentemente una cirugía en el cráneo. También nos dijo que a consecuencia de esa intervención el niño podría quedar con la boca un poco torcida. Cuando me enteré de esto me invadió una profunda preocupación y me sentí muy triste por mi hijo. Además, este procedimiento iba a costar una considerable suma de dinero.
Al comentarle a un vecino este problema, me preguntó si creía en Dios. Cuando le respondí afirmativamente me dijo que él lo podía ayudar. Yo le pregunté si era médico. Entonces me dijo que no, que él trabajaba por medio de la oración y que Dios era el que lo sanaría, sin el uso de medicamentos. Le mencioné esto a mi esposa y ella me dijo que puesto que lo habíamos intentado todo, si esa era una forma de solucionar la situación, que lo hiciéramos.
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