Un domingo por la mañana, apurada porque tenía que salir, me tropecé en el primer peldaño de una escalera empinada de madera y caí desde más de dos metros de altura, golpeándome fuertemente en la cabeza. Perdí la consciencia y mi yerno me levantó del suelo y me acostó en un sillón del salón. Mi hija inmediatamente comenzó a orar y llamó a una practicista de la Ciencia Cristiana para que nos apoyara con su oración. Luego volvió a llamarla porque yo no reaccionaba. A los pocos minutos abrí los ojos pero estaba totalmente confusa; no sabía dónde me encontraba, no recordaba lo que había ocurrido y tampoco recordaba nada de lo que había sucedido en los últimos meses de mi vida. Pero a pesar de la aparente confusión había algo firme en que apoyarme: sabía que Dios estaba conmigo, cuidando de mí todo el tiempo. No podía soltarme de Su mano, no podía separarme ni por un instante de Su abrazo tierno y protector.
Durante varios días continué orando como he aprendido a hacerlo en la Ciencia Cristiana; estableciendo en el pensamiento que mi verdadera identidad, por ser espiritual, nunca se había golpeado. Yo era una idea de Dios, y una idea no podía haberse caído. Luego me fue fácil rechazar la sugestión de que pudiera haber alguna consecuencia de algo que realmente nunca había sucedido.
Poco a poco los recuerdos fueron viniendo (aunque el accidente en sí nunca lo pude recordar), desapareció el dolor, y después de algunos días también desapareció un ruido intenso que había quedado en mis oídos. A la semana siguiente tuve que viajar y para entonces ya no quedaba ningún vestigio de lo ocurrido.
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