El suave brillo de la luz de la calle iluminaba el dormitorio. Miré el reloj y vi que era bien pasada la medianoche. No me resultaba fácil dormir. Estaba pasando otra noche más enojada, preguntándome si podría alguna vez perdonar a la persona que había sido mala conmigo. Repasaba mentalmente lo sucedido, pensando en lo que debería haberle dicho o podría todavía decirle. Esperaba que se arrepintiera, o mejor aún, que se disculpara por haber sido tan cruel.
Sin embargo, lo que realmente no me dejaba dormir era saber que la disculpa nunca vendría. Tendría que enfrentar el difícil desafío de perdonar a alguien que al parecer no sentía remordimiento alguno.
Nunca me había resultado fácil perdonar. En el pasado, siempre que había perdonado me había sentido herida una vez más. Llegué a suponer que perdonar significaba, “por favor, continúa siendo cruel conmigo; soy cristiana, así que con mucha alegría acepto la persecución”. Yo no quería eso, y como resultado sentía que era mucho más seguro apartar a la persona de mi vida para que no me hiciera más daño en el futuro. Pero allí, en el silencio de aquella noche, supe que mi vida sólo estaría completa cuando mi pensamiento estuviera en paz y recurriera a Dios para encontrar esa paz. Estaba percibiendo más claramente que necesitaba progresar y tratar de comprender mejor lo que significa perdonar.
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