Juego fútbol desde que pude patear una pelota. Así que quedarme sentado en el banco de suplentes no era exactamente la forma como esperaba comenzar la temporada de fútbol de otoño en mi segundo año de bachillerato.
Era un estudiante nuevo en un colegio de internos, y deseaba ansiosamente participar en todas las actividades, entre ellas, jugar en el equipo de fútbol juvenil. Sabía que debía mejorar mi juego para poder tener una buena temporada. Me dediqué a hacer todo lo mejor en cada práctica, trabajando duro y jugando lo mejor que podía. También era importante para mí apoyar a mis compañeros de equipo de cualquier forma que pudiera.
Un día, de pronto me empezaron a doler el pie y el tobillo; me dolían mucho cuando corría. Me tomó de sorpresa porque fue algo repentino. Confiaba en volver a jugar, pero esto no ocurrió. Pasó un día, una semana, y aún no podía correr. Me encontré sentado en el banco de suplentes, mirando jugar al equipo y sintiéndome muy frustrado por no poder jugar con ellos. Me di cuenta de que necesitaba recurrir a Dios en busca de ayuda, y practicar la Ciencia Cristiana como nunca antes lo había hecho.
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