Muy temprano una mañana, cerca de la 1:30 de la madrugada, me desperté de repente con una inusual sensación en el costado y la parte baja de la espalda. Enseguida sentí un dolor intenso, y me costaba mucho respirar. Mis jadeos y movimientos bruscos para encontrar una posición cómoda despertaron a mi esposa, que me preguntó si quería su ayuda mediante la oración. Le indiqué que sí, mientras rodaba de la cama al suelo, buscando comodidad en una superficie más firme.
Me sobrevino un profundo temor y fui tentado a dejar que se apropiara de mi pensamiento. Cuando me di cuenta de que tenía una gran curiosidad de saber cuál era el problema en lugar de rechazarlo como una sugestión completamente falsa, pude alejar rápidamente mi pensamiento de los síntomas y comenzar a darme un tratamiento de la Ciencia Cristiana. Yo sabía que el hombre es una idea espiritual creada por Dios y que está gobernado absolutamente por la ley divina. Silenciosamente declaré que por ser el reflejo de Dios, yo era inmortal, perfecto, y no estaba sujeto a las leyes mortales sobre la salud y el cuerpo.
Al buscar mi libertad reconociendo la verdad sobre mí mismo, comencé a negar en voz alta toda sugestión de que la idea de Dios, el hombre, pudiera ser vulnerable a un ataque. Invertí con firmeza el cuadro que me presentaba como un mortal enfermizo, recordándome que no estaba hecho de materia, y que Dios no estaba ausente en ese mismo momento, o alguna vez.
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