Mi esposo luchó contra el alcoholismo durante los primeros años de nuestro matrimonio. Él no era Científico Cristiano y tampoco había pedido tratamiento en la Ciencia Cristiana, así que yo oraba por mí misma todos los días para ver al hombre de la creación de Dios, más allá de la imagen material, y para ver al hombre bueno y puro con el que me había casado. En numerosas ocasiones, también pedí a un practicista de la Ciencia Cristiana que orara por mí, pero el problema continuaba.
Después de una noche fuera, mi esposo no recordaba nada de la noche anterior, excepto lo que Mary Baker Eddy describe en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras como “un sufrimiento inconcebiblemente terrible para el respeto de sí mismo del hombre” (pág. 407). Pensé en dejarlo e incluso consulté con un abogado, pero simplemente no pude hacerlo.
Entonces, una noche, mi esposo llegó a casa tan ebrio que cayó a mis pies. Mientras lo ayudaba a levantarse, de repente sentí por él una abrumadora sensación de compasión y afecto propios del Cristo. Fue diferente a sentir lástima por él; esta compasión no era el resultado de verlo como un mortal pobre y en dificultades. En cambio, esto fue inspirado por lo que yo sabía que era cierto acerca de su verdadera identidad como hijo de Dios. Este amor puro no era mi amor personal y humano, sino el amor universal y perfecto de Dios, que es el Amor mismo. Puesto que todos somos hijos de nuestro Padre y compartimos este amor, no podemos evitar responder y expresarlo, que es exactamente lo que sucedió.
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