Para muchos, la parábola del hijo pródigo de Cristo Jesús en la Biblia es quizás, de todas ellas, con la que más nos podemos identificar debido a su convincente relato de redención, perdón y gracia (véase Lucas 15:11–32, LBLA).
Es la historia de dos hijos: el mayor que se queda en casa y el menor, el hijo pródigo, que se rebela pidiéndole a su padre su herencia y abandonando su hogar para irse a un “país lejano”, donde “[malgasta] su hacienda” viviendo perdidamente. Después de que sus recursos se agotan y sobreviene una hambruna en ese país, el joven se ofrece para trabajar con un granjero y apacentar sus cerdos. Hambriento, anhela comer incluso las algarrobas que comen los animales, pero ni siquiera eso le dan. Finalmente, al ver el error que ha cometido, regresa a casa con su padre. Pero el hijo mayor, sintiendo que ha llevado, en comparación, una vida ejemplar, está consternado por la alegre recepción que se le brinda a su hermano.
Jesús contó la parábola a los líderes religiosos, quienes habían cuestionado su asociación con los “pecadores”. Se podría decir que se consideraban a sí mismos como el hijo preferido y veían a los demás, que según algunos comentarios bíblicos están representados por el hijo menor en la parábola, como inferiores que no merecían heredar el reino. Sin embargo, la moraleja de la parábola de Jesús fue que nuestro Padre celestial por siempre amoroso, representado por el padre terrenal del hijo pródigo, ve a cada uno de Sus hijos como dignos y merecedores de Su amor eterno.
Pienso que entendemos totalmente la importancia de las lecciones de vida que Jesús estaba tratando de transmitir cuando contemplamos la parábola a través de una lente espiritual. He descubierto que el estudio de la Ciencia Cristiana nos proporciona esta lente, y a través de los años ha arrojado más luz sobre esta parábola, sobre la naturaleza completamente espiritual del hombre y sobre la relación inquebrantable y amorosa de Dios con Sus hijos.
En este sentido, he llegado a apreciar particularmente una frase de la parábola, fácilmente ignorada quizá, en la que se basa toda la historia: las tres palabras que representan el punto decisivo para el hijo pródigo. Cristo Jesús dice que este, en su punto más bajo mientras alimentaba a los cerdos, “volvió en sí". Algunas traducciones de la Biblia interpretan esa frase como “entró en razón”. De acuerdo con la historia, la repentina comprensión de que sus decisiones no le habían dado la felicidad o el éxito que había imaginado lo impulsa a cambiar de rumbo, y aparentemente regresa a su casa como una nueva persona.
La parábola invita a la pregunta: Si nos vamos a un “país lejano” y olvidamos quiénes y qué somos, ¿qué puede cambiar nuestra perspectiva? ¿Qué puede llevarnos a “casa” para comprender la herencia, autoestima y naturaleza espiritual y pura que Dios nos ha dado? Como indica la historia del hijo pródigo, no es a través del razonamiento o argumento humano que llegamos a casa, ni siguiendo los impulsos de los sentidos materiales (que es lo que nos mete en problemas en primer lugar), sino más bien a través de la disposición de ser guiados por nuestro sentido espiritual. Como le sucedió al apóstol Pablo, que volvió en sí en el camino a Damasco, el maravilloso momento en que volvemos a nuestro Padre celestial viene a través del Cristo, al que Mary Baker Eddy define espiritualmente como “la verdadera idea que proclama el bien, el divino mensaje de Dios a los hombres que habla a la consciencia humana” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 332). Es la actividad del Cristo siempre en operación en la consciencia humana lo que nos hace percibir nuestra naturaleza espiritual, que siempre está en armonía con Dios. Para mí el hecho de que el hijo pródigo haya vuelto en sí simboliza el momento en que cedemos al mensaje divino y comenzamos a descubrir nuestro propio valor e inviolable filiación con Dios.
Sin importar cuál fuera mi condición actual o futura, yo nunca podría ser menos que el amado hijo de Dios.
Cuando era estudiante universitario, tuve mi propio momento “del hijo pródigo”. Durante las vacaciones de verano, estaba haciendo malabarismos con dos trabajos de limpieza para ganar el dinero que necesitaba para pagar la matrícula, los libros y otros gastos del año siguiente. Uno de los empleos implicaba trabajar solo, limpiar oficinas hasta altas horas de la madrugada; el otro comenzaba a media mañana en una tienda local. Poder dormir significaba mucho; las tareas eran de ínfima importancia; tenía muy poco contacto con amigos debido a mis extrañas horas de trabajo; la vida era cualquier cosa menos divertida. Para colmo, el dueño del negocio de familia que me había contratado para el trabajo nocturno no me pagaba con regularidad.
Una tarde, comencé a reflexionar sobre mi vida. Mientras luchaba con el desánimo, la autocompasión y la disminución del respeto propio, también estaba consciente de que ese estado de pensamiento no era correcto. Necesitaba un mejor camino a seguir. Entonces, repentinamente, me vino un pensamiento muy claro: Sin importar cuál fuera mi condición actual o futura, yo nunca podría ser menos que el amado hijo de Dios: Su expresión. Me valoraban porque Dios me valoraba; era digno porque Dios me hizo digno por ser Su idea espiritual. No importaba cuál fuera mi trabajo o mi carrera profesional, esa relación íntima siempre se mantendría intacta y constituiría lo único que realmente importaba en mi existencia. Mi verdadero trabajo en la vida era apreciar mi propia herencia divina, mis talentos, y usarlos para el bien, y siempre que fuera posible, ayudar a otros a ver esto por sí mismos también. Solo necesitaba volver “ahora en amistad con él [Dios], y tendrás paz; y por ello te vendrá bien” (Job 22:21).
Por haber sido alumno de la Escuela Dominical, y luego miembro de la organización de la Ciencia Cristiana en mi universidad, conocía muy bien estos conceptos espirituales. Pero me di cuenta en ese instante de que me había dejado ser arrastrado a la deriva a ese “país lejano” de insatisfacción, duda y desesperación. ¡Con la misma rapidez, reconocí fácilmente de dónde venía ese llamado de atención! El Cristo, la Verdad divina que Jesús representó y probó, estaba allí en aquella tranquila y solitaria oficina, liberándome de la desesperación. Y regresé “a casa”, a mi verdadera naturaleza: me regocijé el resto de la noche, cantando felizmente mientras hacía mis tareas.
Fui el hijo pródigo solo en el sentido de que había aceptado la noción errónea de que era un ciudadano de segunda clase en el reino de Dios. A medida que agradecía más por el trabajo que estaba haciendo y por mi condición como hijo de Dios, me obsesionaba menos con lo que se considera el estado social inferior de un conserje. Mi anhelo de ver un camino a seguir me había hecho receptivo al mensaje inspirador del Cristo sobre mi filiación divina.
Esta experiencia fue liberadora y me dio confianza. Cuando la compañía se negó a pagar mi salario por casi dos meses de trabajo, decidí presentar una demanda legal en la corte de reclamos menores. Oré para saber que mi trabajo fiel sería recompensado. Tal como el Cristo me había hablado, les estaba hablando a cada uno de los hijos de Dios, incluido el dueño de esa compañía. Él también “volvería en sí mismo” y haría lo correcto. Más tarde ese verano, el caso se presentó ante un juez, quien falló a mi favor, pero señaló que al no estar presente el propietario en la corte, tal vez no sería posible cobrar el pago. Sin embargo, una semana después, la restitución se completó: me llené de alegría cuando recibí en el correo un cheque del propietario por el monto correcto.
He tenido muchos desafíos en el transcurso de mi vida, pero las ideas de aquel momento durante la noche se han quedado conmigo. Ha habido bendiciones adicionales como resultado de otras llamadas de atención inducidas por el Cristo. Ya sea que hayamos viajado a ese país lejano consciente o inadvertidamente, podemos estar seguros de que nuestro Padre celestial, a través del Cristo, está con nosotros las 24 horas del día, los 7 días de la semana, para traernos de vuelta a casa y darnos la bienvenida con amor.
