Era el Día de Acción de Gracias. Estaba sentada sola en el banco de una iglesia sintiendo lástima de mí misma. Esta era la primera vez que pasaba esta fiesta lejos de mis dos hijos después de divorciarme. Uno de ellos estaba ahora en la universidad, y el otro se había ido a vivir con su papá y su nueva esposa para terminar el último año del bachillerato. Toda la situación parecía increíblemente injusta y errada. Me sentía traicionada, herida y me embargaba un enorme sentido de pérdida. ¿Por qué estaba “ella” allí con “mi” hijo el Día de Acción de Gracias y yo no? Pensé que realmente no había nada por lo que pudiera estar agradecida.
Sin embargo, yo había ido a la iglesia con el anhelo de expresar gratitud, así que abrí mi corazón y traté de escuchar la Lección-Sermón del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana. Los himnos me ayudaron mucho, como siempre lo hacen. No obstante, fue esta fascinante historia de la Biblia leída en voz alta aquella mañana lo que realmente captó mi atención:
Dos mujeres vinieron ante el rey Salomón en busca de justicia. Una de ellas dijo: “Oh, mi señor, yo y esta mujer vivimos en la misma casa; y yo di a luz estando con ella en la casa. Y sucedió que al tercer día después de dar yo a luz, esta mujer también dio a luz;”… Y el hijo de esta mujer murió durante la noche, porque ella se durmió sobre él. Entonces ella se levantó a medianoche, tomó a mi hijo de mi lado mientras tu sierva estaba dormida y lo puso en su regazo, y a su hijo muerto lo puso en mi regazo”. La segunda mujer contradijo a la primera e insistió en que el hijo vivo era de ella. La solución del rey fue pedir una espada y ordenó a sus sirvientes que partieran al niño vivo en dos y dieran la mitad a cada una. “Entonces la mujer de quien era el niño vivo habló al rey, pues estaba profundamente conmovida por su hijo, y dijo: Oh, mi señor, dale a ella el niño vivo, y de ninguna manera lo mates. Pero la otra decía: No será ni mío ni tuyo; partidlo. Entonces el rey respondió y dijo: Dad el niño vivo a la primera mujer, y de ninguna manera lo matéis. Ella es la madre” (1 Reyes 3:16–27, LBLA).
Al escuchar esta historia, comprendí con renovada humildad que los sentimientos de celos, pérdida y amargura eran como la espada del rey, la cual puede dividir las cosas con un sentido errado de justicia, pero nunca jamás podría traer curación. De hecho, el uso de esta “espada” terminaría lastimando precisamente lo que yo amaba. Lo único que ciertamente podía enmendar o sanar cualquier situación era el Amor divino omnipresente e infinito. Comencé a sentir realmente la verdad y la sabiduría de esta idea.
La gratitud y la humildad pueden sanar el corazón como nada más puede hacerlo.
La presencia del Cristo allí conmigo aquella mañana me trajo paz y me ayudó a comprender lo que la verdadera madre del niño vivo en la historia de la Biblia debe de haber entendido: que ella no permitiría de ninguna forma que alguien, ni siquiera ella misma, le hiciera daño a su hijo. Estaba dispuesta incluso a renunciar a todo derecho personal sobre él y a sus propios anhelos humanos como madre, porque lo amaba profundamente. Tal vez, al reconocer que su hijo le pertenecía a Dios, ella estuviera dispuesta a entregárselo. De esa forma el niño estaría a salvo, así como ella. Esto me recordó esta reconfortante cita de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy: “Lo bello en el carácter es también lo bueno, soldando indisolublemente los lazos del afecto. El afecto de una madre no se puede desligar de su hijo, porque el amor de madre incluye la pureza y la constancia, ambas inmortales. Por lo tanto, el afecto materno perdura bajo cualquier dificultad” (pág. 60).
Aquella mañana, comprendí que yo no podía ser privada con engaños de mi derecho a dar y recibir amor, porque manifiesto el Amor divino, expresado como una maternidad inmortal, eternamente audaz, intensamente pura y sólida como una roca. Todos lo hacemos. También reconocí que discutir e insistir, conmigo misma o con alguien más, acerca de a quién pertenecen o no mis hijos hacen de mí la madre falsa de esa historia; aquella dispuesta y preparada para que se dividiera al niño en dos con el fin de apaciguar su propio concepto egocéntrico y su deseo de tener un hijo.
Aquel día me di cuenta de que mis hijos serían bendecidos a lo largo de sus vidas al tener muchas “madres” aparte de mí. Conocerían a muchas otras personas —mujeres, hombres y niños— que expresarían maravillosas cualidades maternas y paternas tales como ternura, inocencia, guía y protección. Y eso sería algo maravilloso. ¿Por qué no debería querer que ellos sientan y experimenten la presencia del Amor, el cual es otro nombre para Dios, dondequiera que estén, todo el tiempo, y cualquiera sea la forma humana que asuma? No era mi trabajo darles personalmente la bendición del gran amor de Dios. Y yo no podía estar apartada del Amor. Este era un punto clave que debía comprender. No solo mis hijos son sincera y profundamente amados, sino que yo tampoco estoy excluida o separada de la tierna presencia materna del Amor.
La verdad es que todos nosotros estamos por siempre incluidos en el amor materno y paterno de Dios. Es más, el Amor divino no solo hace que sea posible que se produzcan ajustes armoniosos; también hace posible que nos adaptemos a situaciones nuevas. Responde a nuestra necesidad humana de tener la correcta compañía, familia, hogar, y nos bendice a cada uno de nosotros —niños, bebés, adolescentes, hijos adultos, maridos, esposas e incluso los “ex”— con consuelo, seguridad y paz. Y hablando espiritualmente, no hay “ex”. Cada uno de los hijos del Amor es una idea pura y actual del bien envuelta eternamente en la consciencia del Amor; y todo ser humano puede aprender esto y experimentar el amor consolador y redentor de Dios en cualquier forma que sea necesaria.
Comprender esto enderezó el rumbo de mis pensamientos muy rápidamente aquella mañana. Y animada por la gratitud, en vez de ahogarme en la conmiseración propia, supe que la única y verdadera Madre es el Amor mismo. Este pensamiento me liberó y fue una lección de humildad para mí. Con la conciencia renovada, sentí claramente que esto era verdad para mí y para mis dos hijos, y me sentí a salvo. Los sentimientos de pérdida y envidia desaparecieron, y volví a mi estado natural de alegría y paz.
La gratitud y la humildad pueden sanar el corazón como nada más puede hacerlo. Estas cualidades nos impulsan a ponernos de rodillas y nos aseguran que nuestra verdadera identidad a semejanza del Cristo, derivada del Amor, jamás está amenazada.
Pasé aquel Día de Acción de Gracias con mucha alegría completamente libre de los sentimientos de dolor o pérdida. Y si bien ha habido muchos ajustes y adaptaciones en la familia a lo largo de los años, mi relación con mis hijos ahora adultos continúa desarrollándose. Han sido guiados, dirigidos y reconfortados una y otra vez por las cualidades maternas que Dios siempre está expresando en todos nosotros. Y yo también lo he sido. Y estoy eternamente agradecida.