Atrapar luciérnagas era parte de la diversión del verano para mis hermanos y para mí. Con un frasco grande listo, corríamos toda la noche con una red, capturando cuidadosamente los insectos que brillaban intensamente. Inclinándonos, los veíamos centellear en la oscuridad, hasta que llegaba el momento de dejarlos ir.
A mí siempre me ha encantado perseguir la luz. Sin embargo, a pesar de lo geniales que son las luciérnagas, su brillo solo duraba un “destello” durante esas noches de verano. Pero en mi Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, estaba descubriendo un tipo de luz completamente nuevo que dura para siempre. Es la presencia radiante del amor de Dios, infinito y eterno como Él. Nunca parpadea ni se desvanece. Brilla sobre toda Su creación, ahuyentando la oscuridad del temor y la enfermedad y trayendo consuelo y curación a cada uno de Sus hijos. Yo estaba aprendiendo a esperar la luz cuando oraba.
Unos años más tarde, cuando era adolescente, tuve la oportunidad de hacer precisamente eso. Mi mamá, mi papá y yo habíamos estado orando con un practicista de la Ciencia Cristiana para sanar un problema persistente que me impedía disfrutar de la escuela, mis actividades y amigos. No era así como me había imaginado esa época: sin la fuerza suficiente como para mantener el ritmo. Quería sentirme mejor. Pero sobre todo, quería sentir el consuelo sanador de Dios, el Amor divino.
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