Nuestro hijo era inteligente; de eso estaba segura. Desde que era muy joven, había demostrado una capacidad para entender las relaciones, comprender su entorno, hablar con claridad, ser creativo y recordar y volver a contar chistes. Pero la escuela era otro asunto. No la disfrutaba ni parecía comprender su importancia.
Yo había sido maestra y fue fácil asumir la responsabilidad de asegurarme de que este niño no pusiera en peligro su futuro al tener un mal desempeño en la escuela. Así que rondaba y azuzaba, sermoneaba y alentaba de todas las formas que podía pensar. La hora de hacer la tarea era estresante y decepcionante. En privado, me preguntaba si nuestro hijo temía que, si sacaba buenas notas, su papá y yo lo presionaríamos para que fuera a la universidad.
Esta situación, que probablemente era tan angustiante para nuestro hijo como lo era para mí, continuó durante algunos años, hasta que se volvió insoportable. En ese momento, mi esposo me dijo que sentía que era hora de insistir en que nuestro hijo, que ya estaba en el bachillerato, asumiera la responsabilidad de sus tareas escolares sin mi constante supervisión. Estuve de acuerdo, aunque no pensaba que podría encontrar palabras o argumentos que no hubiera usado una y otra vez para explicar este cambio a nuestro hijo.
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