Nuestro hijo era inteligente; de eso estaba segura. Desde que era muy joven, había demostrado una capacidad para entender las relaciones, comprender su entorno, hablar con claridad, ser creativo y recordar y volver a contar chistes. Pero la escuela era otro asunto. No la disfrutaba ni parecía comprender su importancia.
Yo había sido maestra y fue fácil asumir la responsabilidad de asegurarme de que este niño no pusiera en peligro su futuro al tener un mal desempeño en la escuela. Así que rondaba y azuzaba, sermoneaba y alentaba de todas las formas que podía pensar. La hora de hacer la tarea era estresante y decepcionante. En privado, me preguntaba si nuestro hijo temía que, si sacaba buenas notas, su papá y yo lo presionaríamos para que fuera a la universidad.
Esta situación, que probablemente era tan angustiante para nuestro hijo como lo era para mí, continuó durante algunos años, hasta que se volvió insoportable. En ese momento, mi esposo me dijo que sentía que era hora de insistir en que nuestro hijo, que ya estaba en el bachillerato, asumiera la responsabilidad de sus tareas escolares sin mi constante supervisión. Estuve de acuerdo, aunque no pensaba que podría encontrar palabras o argumentos que no hubiera usado una y otra vez para explicar este cambio a nuestro hijo.
Entonces, con total desesperación, le pregunté a Dios con absoluta sinceridad cuál era la mejor forma de transmitir el mensaje a nuestro hijo. Reflexioné y oré durante un par de semanas para recibir una respuesta y las palabras correctas que debía usar. Entonces, un día me encontré con un pasaje en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy donde la autora señala que un reflejo tiene que hacer lo que sea que haga el original. Parte del pasaje dice: “Si hablas, los labios de esta semejanza se mueven de acuerdo con los tuyos” (pág. 515). ¡De pronto me di cuenta de que mis labios solo podían decir lo que Dios estaba diciendo, y que podía confiar en que Él formaría y dirigiría lo que saliera de ellos! Me sentí profundamente aliviada, aunque todavía no sabía exactamente qué diría.
Unos días después, mi esposo convocó una reunión de familia en la mesa de la cocina. Nuestro hijo y mi esposo se sentaron en ambos extremos de la mesa, y yo me senté entre ellos a un lado. Me volví a Dios una vez más, respiré hondo, ¡y luego mi esposo comenzó a hablar! Con tranquila autoridad, le explicó a nuestro hijo que era su responsabilidad graduarse del bachillerato, y que yo ya no lo ayudaría con la tarea. En menos de cinco minutos, el barco se enderezó en silencio y apropiadamente mientras nuestro hijo escuchaba con atención y aceptaba lo que decía su padre. Me sentí como un espectador en un partido de tenis, siguiendo la conversación que iba y venía entre ellos.
Este fue un avance significativo para todos nosotros. Mi esposo les había enseñado a nuestros hijos muchas habilidades prácticas, como cambiar un neumático pinchado o hacer reparaciones en la casa. Pero nunca antes había asumido un papel de liderazgo en el seguimiento de su trabajo académico. Ese día en la mesa de la cocina, dijo esencialmente las mismas cosas que yo le había estado diciendo a nuestro hijo, pero era nuevo escuchar esos puntos en su voz. Llegaron con un poder sorprendente y derivado de Dios. Agradecí profundamente que la solución apareciera tan naturalmente de esta manera, sin que yo tuviera que decir una palabra.
Nuestro hijo comenzó a ser responsable de su trabajo escolar y pronto las cosas cambiaron. Luego se graduó con calificaciones altas como la mitad de su clase del bachillerato y, por iniciativa propia, ganó una pequeña beca para un programa universitario de su elección.
Este precioso ejemplo de la solución de Dios que llega de manera inesperada sigue inspirándome.
