Un día, hace años, comencé a sentir un dolor intenso en el hombro. No lograba descubrir cuál podía ser la causa de la lesión, y al principio no le presté mucha atención, pensando que desaparecería.
Sin embargo, pasó el tiempo, y el dolor solo empeoró. Me resultaba difícil hacer hasta las actividades más sencillas, y encontrar una posición cómoda para dormir era prácticamente imposible. Mis amigos y compañeros de trabajo me sugirieron varios remedios físicos. Otros me dijeron que el problema era simplemente el resultado inevitable de la vejez, y que tendría que aprender a vivir con él.
Era tentador usar remedios físicos para el dolor, pero yo quería más que un alivio temporal. Quería liberarme permanentemente de este problema. ¡Quería sanar! Y sabía, gracias a las numerosas curaciones que había tenido por medio de la Ciencia Cristiana, que podemos confiar en Dios cuando recurrimos a Él en busca de ayuda.
En un momento dado, abrí el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, en busca de inspiración. Lo primero que leí fue un extracto de una carta dirigida a la Sra. Eddy donde el escritor explica cómo la Ciencia Cristiana le había salvado la vida. Se refiere a Dios como la Mente, y dice en parte: “Me hubiera muerto, si no hubiese sido por el glorioso Principio que usted enseña, que sostiene el poder de la Mente sobre el cuerpo y me muestra la nada de los así llamados placeres y dolores del sentido. … La dolencia no era corporal, sino mental, y fui sanado cuando encontré mi camino en la Ciencia Cristiana” (págs. 382–383).
Leer esto me ayudó a comprender que no necesitaba aceptar que un problema físico pudiera ser permanente o crónico. También sabía cuán importante era no aceptar esta condición como si fuera parte de mi identidad. Dejé de referirme al asunto como “mi problema” o como “una afección en el hombro”. Sabía que, puesto que yo era en realidad una idea infinita en la Mente infinita, esta pretensión física no formaba parte de mí, y podía ser eliminada de mi consciencia y experiencia.
Hice el esfuerzo consciente de orar cada vez que sentía dolor. Al hacerlo, en cada instancia la molestia disminuía. Sin embargo, tarde una noche, cuando iba conduciendo a casa el dolor se volvió insoportable. En vano, froté el área en busca de alivio, y con desesperación le grité a Dios: “¿Qué necesito saber?”.
De pronto, recordé una experiencia que había tenido hacía un mes o algo así, en que pensé que había despertado del sueño con muchísimo dolor en un lado. El dolor era intenso y constante. Naturalmente, comencé a orar. Entonces ocurrió algo de lo más extraordinario: ¡Realmente desperté! Lentamente me di cuenta de que toda la experiencia había sido un sueño. El dolor había sido muy real mientras dormía. ¡Me dolía! Pero una vez que desperté, que realmente desperté, ese aparente dolor desapareció totalmente.
Esto me demostró que el dolor es simplemente y en realidad tan solo una fase del pensamiento mortal, no de la materia. Fue la primera vez que realmente comprendí el punto fundamental en la Ciencia Cristiana de que “Los males de los mortales no son sino errores del pensamiento, — enfermedades de la mente mortal, no de la materia; puesto que la materia no puede sentir, ni ver, ni informar sobre el dolor o la enfermedad” (Mary Baker Eddy, Rudimentos de la Ciencia Divina, pág. 10).
Al recordar esta experiencia, comencé a comprender que el dolor no estaba en mi hombro; era tan solo un pensamiento errado que guardaba en mi consciencia. Y si estaba en mi pensamiento, entonces yo podía hacer algo al respecto. Después de todo, ¿cuánto tardamos en cambiar de opinión? Esta comprensión realmente apoyó mis oraciones respecto a la creencia en el dolor. De hecho, el dolor físico desapareció.
Recordé la declaración de la Sra. Eddy de cuando Jesús resucitó a Lázaro: “Si Jesús despertó a Lázaro del sueño, la ilusión, de la muerte, esto comprobó que el Cristo podía mejorar un sentido falso. ¿Quién se atreve a dudar de esta prueba consumada del poder y de la voluntad de la Mente divina de mantener al hombre para siempre intacto en su estado perfecto, y de gobernar toda la acción del hombre?” (Ciencia y Salud, págs. 493–494). Me di cuenta de que el Cristo estaba viniendo a mi consciencia para liberarme del falso sentido material y de la creencia en esta condición dolorosa.
Aunque aquella noche hubo mucho progreso, el problema parecía persistir. Ciertamente no me sentía tan mal como había estado, pero no me había liberado totalmente. Pasaron varios meses más sin que hubiera una curación completa.
Fue entonces que le pedí ayuda a un miembro de mi iglesia. Mientras hablábamos, ella con mucho afecto me preguntó en qué me estaba concentrando al orar. Un poco desconcertado le dije: “¡Bueno, en mi hombro, por supuesto!”. Ella me sonrió al darme cuenta de mi error. Aunque había pasado muchos meses apartándome mentalmente de mi cuerpo, al ir mejorando físicamente mi pensamiento volvía a mirar el hombro para ver si había sanado por completo. Allí me di cuenta de que tenía que apartarme completa y totalmente del cuerpo, y centrarme en la verdad de mi identidad espiritual, en mi perfección como idea espiritual de Dios.
La conversación con esta querida amiga de la iglesia probó ser un paso importante de progreso. Como resultado el problema sanó totalmente. De hecho, mi pensamiento se apartó de tal manera de la condición física, que ni siquiera recuerdo cuando se produjo la curación. En los años que siguieron, el problema no ha vuelto a manifestarse.
Rick Soule
Surprise, Arizona, EE.UU.