Un día, hace años, comencé a sentir un dolor intenso en el hombro. No lograba descubrir cuál podía ser la causa de la lesión, y al principio no le presté mucha atención, pensando que desaparecería.
Sin embargo, pasó el tiempo, y el dolor solo empeoró. Me resultaba difícil hacer hasta las actividades más sencillas, y encontrar una posición cómoda para dormir era prácticamente imposible. Mis amigos y compañeros de trabajo me sugirieron varios remedios físicos. Otros me dijeron que el problema era simplemente el resultado inevitable de la vejez, y que tendría que aprender a vivir con él.
Era tentador usar remedios físicos para el dolor, pero yo quería más que un alivio temporal. Quería liberarme permanentemente de este problema. ¡Quería sanar! Y sabía, gracias a las numerosas curaciones que había tenido por medio de la Ciencia Cristiana, que podemos confiar en Dios cuando recurrimos a Él en busca de ayuda.
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