Cuando vivía lejos de mi país de origen, me transformé en el blanco de comentarios mal intencionados por razones que solo podía pensar eran raciales o étnicos y culturales. De joven había conocido ese tipo de prejuicio, habiendo sido acosada en mi propia escuela muchas veces por elegir o defender a una amiga que no tenía un color de piel lo suficientemente oscuro (que era lo más aceptado por los nativos o en parte nativos del área). Pero en este caso, al estar lejos de ambientes conocidos y amigos cercanos, me sentía muy herida y sola.
Como una semilla que vuela sobre rocas áridas en busca de un lugar donde arraigarse, yo trataba con desesperación de sentirme parte de la comunidad. Y así como una semilla a veces es preparada para germinar por medio del fuego, yo estaba por ver cómo, aquello que en el momento parece ser una situación aterradora, no puede verdaderamente hacernos daño, sino que acerca más el pensamiento a Dios y Su inmaculado designio de amor.
Las palabras que resuenan con verdades espirituales han sido capaces de producir un bien tremendo. En efecto, cuando era joven había enfrentado situaciones difíciles, y mi corazón fue reconfortado muchas veces por las palabras que superan la ignorancia, la mezquindad y la persecución humanas, y señalan o declaran la unidad y hermandad de toda la humanidad. Las palabras de San Pablo particularmente liberaron mi pensamiento del desaliento: “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús”. (Gálatas 3:28, LBLA).
Cristo Jesús enseñó a sus seguidores que todos somos los hijos e hijas de Dios y que el reino de Dios está adentro de nosotros mismos. No estipuló que se necesitara de ninguna calificación para recibir este obsequio, sino que nos aseguró que este hecho y todo lo que implica es la Palabra de Dios, la cual proclama nuestro derecho a ser hijos de Dios. Él expresó libremente esta realidad como un evangelio, y lo hizo con tanta convicción que incluso aquellos que se oponían a estas ideas a menudo se asombraban ante la autoridad de sus palabras.
Al conocer la omnipotencia de la presencia divina, Jesús manifestaba con valentía la verdad como él entendía que Dios la conocía, y no podía ser acosado por el pensamiento predominantemente opresivo de la época para que reaccionara, tuviera miedo o permaneciera en silencio. De hecho, nos mostró que los pensamientos y opiniones hirientes, e incluso las enfermedades y otras desarmonías, pueden sanarse si respondemos a ellas con el tipo de oración y autoridad que honra el amor de Dios como un poder omnipotente. Esta clase de oración naturalmente hace avanzar el pensamiento por una senda más iluminada, y guía hacia un profundo deseo dentro de nosotros mismos de que haya buena voluntad entre los hombres, en lugar de la ansiosa necesidad de estar en lo correcto o de manipular las circunstancias manualmente.
Mantenernos firmes mentalmente con la ley espiritual del Amor en cualquier situación dada, inevitablemente elevará nuestra perspectiva hacia el punto de vista que buscamos.
Los pensamientos sanadores expresados en la oración, que las palabras y la vida de Jesús ilustraron, y que cualquiera de nosotros puede aplicar en su vivir cotidiano, son un poder y una presencia muy bienvenidos en el mundo de hoy. Por otro lado, las divisiones y desarmonías de todo tipo parecen amenazar el bienestar y la hermandad a cada paso, y hacen que la enfermedad y las dificultades parezcan ser la norma. Aprendemos lecciones espirituales cuando enfrentamos estas amenazas con convicción espiritual. He descubierto que esto puede transformar nuestra vida.
Un día, en el nuevo país donde estaba viviendo, me dirigía hacia la ciudad, cuando mi motocicleta patinó en la grava, y cayó de lado sobre mí. Puesto que tomó mucho tiempo quitarla, un trozo de metal al rojo vivo de la moto me hizo una seria quemadura.
Una enfermera que conocía estaba en esa zona, y me vendó la herida y me imploró que fuera a un hospital, manifestando que la quemadura era tan grave que nunca sanaría sin ayuda médica. Aunque estaba agradecida por las buenas intenciones de la mujer, yo, en cambio, sentía la imperiosa necesidad de estar consciente de la Palabra de Dios. Mi pensamiento parecía estar confundido y lleno del odio de los demás hacia mí, y anhelaba tener la paz espiritual que viene cuando sentimos la presencia del amor de Dios que todo lo envuelve.
Llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana en mi ciudad de origen para que me ayudara. Ella me mencionó parte de un himno, en el cual se representa a Dios como si dijera: “…no daña la llama crisol ideal, / consume la escoria, refina el metal” (Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 123, adapt. © CSBD). Me sorprendí al ver con qué rapidez mi pensamiento se sometió a esta reconfortante idea del tierno cuidado de Dios por mí, Su propia hija. La escoria, la cual identifiqué como la creencia de que estaba sola, separada de Dios y sintiendo soledad y temor, simplemente se disolvió. En su lugar experimenté un profundo sentimiento de amor que supe que era la presencia de Dios expresándose a Sí Mismo en paz y buena voluntad en toda la tierra.
La Ciencia Cristiana es única en su reconocimiento y lealtad total al Dios único e infinito y Su imagen y semejanza espiritual, el hombre (término que se refiere a la identidad espiritual de cada uno de nosotros). Considera a Dios y a Su idea como la sola y única realidad. Pero cuando nuestros pensamientos y palabras son una reacción a lo que informan los sentidos físicos, reflejan meramente nuestra actual percepción imperfecta de la realidad. La Palabra de Dios refleja Su ley inalterable, la naturaleza esencial del Amor divino, y revela la verdadera naturaleza de la creación de Dios. Y cuando permitimos que la Palabra de Dios impregne nuestra forma de pensar, en lugar de prestar atención a los sentidos físicos, reflejamos naturalmente el amor de Dios dondequiera que se necesite curación.
¿Qué podemos decir de las voces amenazantes que no provienen de la boca de otra persona, sino que parecen venir de adentro de nosotros mismos? Los pensamientos llenos de condenación propia, desaliento, decepción, fracaso, errores y tentaciones suicidas a veces pueden parecer insuperables e intimidatorios. Pero ¿no es nuestra consciencia una fortaleza digna de ser defendida? ¡Qué alivio es saber que estas sugestiones o pensamientos agresivos no son auténticos!; son simplemente el mismo eco de odio, vacío, que se presenta esta vez como nuestro propio pensamiento. Al saber esto, podemos rechazarlos como lo haríamos con un pensamiento destructivo que otra persona nos sugirió. La oración que reconoce humildemente el reino supremo de Dios cierra la puerta a esos pensamientos intrusos con una tranquila paz interior a semejanza del Cristo.
La Palabra de Dios, cómo piensa Él de nosotros todo el tiempo, es la Verdad —la ley de la Vida— y podemos contar con ella.
Esto se aplica a las preocupaciones sobre los síntomas de enfermedad o accidente. Ante la amenaza de enfermedad o frente a las teorías y creencias sobre la juventud o la vejez que no brindan ninguna esperanza, estar dispuestos a pensar, expresar y vivir solo pensamientos que provengan de Dios es fundamental, y puede cambiar nuestra experiencia. Mary Baker Eddy escribió en su obra principal, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “La materia es un error de declaración” (pág. 277). Nuestro remedio para este error de declaración es siempre la verdad espiritual; la verdad de que, conforme a la Palabra de Dios, el hombre está hecho a la imagen y semejanza divina.
“Y si duras penas te hacen padecer, / mediante Mi gracia las has de vencer”, dice el himno que mencioné antes. Esas “duras penas” me estaban enseñando que tanto la aparente discriminación como la lesión no venían de Dios; solo eran “errores de declaración”, creencias o sugestiones, que carecían totalmente de poder para dañar mi verdadero ser.
Horas después de orar con estas ideas, el dolor se transformó para mí en una mera creencia que sugería que yo no era el reflejo espiritual de Dios —“un error de declaración”— y al manifestar mentalmente con constancia e insistencia que yo era realmente una idea espiritual de Dios, el dolor desapareció. Ahora tenía una opinión diferente de mí misma y de mis semejantes, y podía abandonar toda angustia, consternación, depresión y preocupación. Sentí que todos Le pertenecíamos a Dios. Realmente había un solo y único hombre; el hombre de Dios, que refleja Su naturaleza, carácter y sustancia.
Al día siguiente, asistí a una fiesta en el barco de la enfermera en el puerto, y al zambullirme en el agua ella fue testigo de la curación que yo había tenido al comprobar que tan solo había una leve decoloración en el lugar de la quemadura. En una semana mi piel recuperó su color natural, y mi pensamiento acerca de los que me rodeaban se volvió más tolerante y compasivo. Cuando volví a viajar en el pequeño camión que era el transporte público, tuve la oportunidad de tener un alegre intercambio con la gente y me sentí en libertad de participar en la tradición de cantar camino a la ciudad. Mi estadía en aquel país terminó más pronto de lo esperado, pero la vislumbre de hermandad universal siguió impulsándome a esforzarme por demostrarla más en mi vida diaria.
Tal vez las palabras de Jesús hayan causado que lo persiguieran, pero eso no impidió que las mismas bendijeran la tierra para todas las generaciones futuras. Como explicó la Sra. Eddy en Ciencia y Salud: “En la Ciencia divina, el hombre es la imagen verdadera de Dios. La naturaleza divina fue expresada de la mejor manera en Cristo Jesús, quien proyectó sobre los mortales el reflejo más veraz de Dios y elevó sus vidas más alto de lo que sus pobres modelos-pensamiento permitían, pensamientos que presentaban al hombre como caído, enfermo, pecador y mortal. La comprensión a la manera de Cristo del ser científico y de la curación divina incluye un Principio perfecto e idea perfecta —Dios perfecto y hombre perfecto— como base del pensamiento y la demostración” (págs. 259).
La creencia humana, expresándose por medio de las teorías populares u opiniones personales, a menudo argumenta contra la infinitud, la supremacía, la bondad e incluso la existencia de Dios quien es Amor, pero estas provocaciones mentales o verbales no pueden destronar a Dios. A veces esos ataques pueden parecer muy personales. Si nos abruma un sentimiento malo debido a las declaraciones o acciones llenas de odio de los demás, simplemente tenemos que dar un paso atrás, por así decirlo, y buscar en calma una perspectiva más espiritual en la magistral tradición de Jesús de Nazaret. Mantenernos firmes mentalmente con la ley espiritual del Amor en cualquier situación dada, inevitablemente elevará nuestra perspectiva hacia el punto de vista que buscamos; y desde esa elevación, no seremos tentados a dar nuestro consentimiento para odiar a nuestros semejantes, por más efímera que sea la opinión expresada. La creencia en el mal en vano se jacta de ser una mente capaz de oponerse a Dios, el bien, pero la Palabra de Dios declara Su totalidad, y Su ley y gobierno supremos.
Como señaló la Sra. Eddy: “Por encima de las nieblas de los sentidos y las tempestades de la pasión, la Ciencia Cristiana y su arte se elevarán triunfantes; la ignorancia, la envidia y el odio —el trueno impotente de la tierra— no les arrancan sus alas celestiales. Los ángeles, con cánticos, cuidan de ambos y anuncian su Principio e idea” (Escritos Misceláneos 1883–1896, pág. 374).
Los errores de declaración —ya sea que asuman la forma de agresiones verbales de otra persona, pensamientos disfrazados de tu propio pensamiento o incluso enfermedades físicas— no tienen por qué atemorizarnos. La Palabra de Dios, cómo piensa Él de nosotros todo el tiempo, es la Verdad —la ley de la Vida— y podemos contar con ella.
