Cuando vivía lejos de mi país de origen, me transformé en el blanco de comentarios mal intencionados por razones que solo podía pensar eran raciales o étnicos y culturales. De joven había conocido ese tipo de prejuicio, habiendo sido acosada en mi propia escuela muchas veces por elegir o defender a una amiga que no tenía un color de piel lo suficientemente oscuro (que era lo más aceptado por los nativos o en parte nativos del área). Pero en este caso, al estar lejos de ambientes conocidos y amigos cercanos, me sentía muy herida y sola.
Como una semilla que vuela sobre rocas áridas en busca de un lugar donde arraigarse, yo trataba con desesperación de sentirme parte de la comunidad. Y así como una semilla a veces es preparada para germinar por medio del fuego, yo estaba por ver cómo, aquello que en el momento parece ser una situación aterradora, no puede verdaderamente hacernos daño, sino que acerca más el pensamiento a Dios y Su inmaculado designio de amor.
Las palabras que resuenan con verdades espirituales han sido capaces de producir un bien tremendo. En efecto, cuando era joven había enfrentado situaciones difíciles, y mi corazón fue reconfortado muchas veces por las palabras que superan la ignorancia, la mezquindad y la persecución humanas, y señalan o declaran la unidad y hermandad de toda la humanidad. Las palabras de San Pablo particularmente liberaron mi pensamiento del desaliento: “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús”. (Gálatas 3:28, LBLA).
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