Recientemente, estuve en un viaje de negocios que me llevó a zonas climáticas muy diferentes, desde una ciudad a grandes alturas, hasta el trópico. Una noche calurosa y húmeda, me sentí muy enferma en la habitación del hotel. Me caí en el piso de piedra del baño y perdí el conocimiento. Cuando recuperé la conciencia, me sentía muy débil. Me levanté, logré llegar a la cama, y comencé a orar.
De inmediato, pensé en una oración a la que recurro con frecuencia: “La oración diaria”. Se encuentra en el Manual de La Iglesia Madre por Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, pero su aplicación es verdaderamente universal: “‘Venga Tu reino’; haz que el reino de la Verdad, la Vida y el Amor divinos se establezca en mí, y quita de mí todo pecado; ¡y que Tu Palabra fecunde los afectos de toda la humanidad, y la gobierne!” (pág. 41).
Perdía y recuperaba la conciencia, pero me aferré a esa idea de que el reino de Dios —la Verdad, la Vida y el Amor divinos— estaban establecidos “en mí”. Esto me recordó que en mí no puede haber nada que no exprese la omnipotencia de la Verdad, la omnipresencia de la Vida y la absoluta armonía del Amor. Nada puede estar presente en el linaje de Dios, del Espíritu —el cual me incluye a mí— excepto la expresión perfecta de Él Mismo. Su reflejo espiritual y perfecto no puede sufrir, estar enfermo o desmayarse. Por ser el reflejo de Dios, el hombre está eternamente fortalecido por la Vida y el Amor divinos.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!