14 de marzo de 2020. El gobierno español declaró estado de emergencia: una cuarentena, con una serie de reglas muy estrictas. Todas las escuelas, negocios y áreas públicas fueron cerradas. Los ciudadanos solo podían salir de sus hogares para comprar comida o ir a la farmacia, y a nadie se le permitía viajar más de doscientos metros. Una fuerte presencia policial descendió en la ciudad de Cádiz, donde he estado viviendo, y si te encontraban haciendo actividades al aire libre que no fueran las aprobadas, podías recibir una multa de entre quinientos y dos mil euros.
En un día normal de vivir y trabajar en el sur de España como maestra de inglés en un bachillerato, yo pasaba todo el día afuera de mi apartamento. Una tarde corriente, estaba acostumbrada a ver calles repletas de gente, bulliciosos patios y mercados al aire libre llenos de gente local haciendo sus compras diarias. Aquí los días comienzan lentamente, pero duran hasta altas horas de la noche, en que la gente se reúne con sus amigos, come en los cafés y camina junto al océano hasta mucho después de que se pone el sol. Antes de marzo, nunca había visto una calle en Cádiz ni siquiera casi vacía, y cuando comenzó la cuarentena, me sentí ansiosa y no estaba acostumbrada a estar encerrada adentro todo el día.
La gente estaba muy temerosa. Mi compañero de apartamento se mantenía muy al tanto de las noticias y a diario hablaba de las estadísticas de infecciones y muertes. Otros compañeros de trabajo me llamaron con miedo, pidiéndome consejo respecto a permanecer en España o regresar de inmediato a los Estados Unidos. Muy pronto me sentí insegura, además de abrumada por el hecho de que, si me quedaba, no sabía cuándo podría regresar a casa. El gobierno de los Estados Unidos había emitido un comunicado diciendo que, si los ciudadanos no regresaban de inmediato, no podrían hacerlo por una cantidad “indeterminada” de tiempo. No obstante, no quería abandonar mi puesto de maestra (el cual había terminado en línea), o la ciudad y amigos a quienes había llegado a querer.
Fui criada para volverme a Dios en oración en busca de ayuda, de guía, para superar desafíos y para sanar. Siempre lo había hecho. He viajado alrededor del mundo y estado en muchos husos horarios, climas, culturas y países, y siempre he encontrado solaz y apoyo en la comprensión de Dios que he obtenido por medio de la Ciencia Cristiana. Así que cuando mi mamá me sugirió que llamara a un practicista de la Ciencia Cristiana para que me ayudara a lidiar con el temor que sentía, estuve ansiosa de hacerlo.
Aquella noche en el teléfono, después de explicarle mi situación, el practicista me recordó algunos de los hechos básicos que había aprendido en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana: Cada uno de nosotros está siempre abrazado en el amor protector y omnipotente de Dios. Ninguna enfermedad, hechos o números podían cambiar mi unidad eterna con Dios. Y la ley de Dios —la ley del bien, la armonía y la salud— era la verdadera ley que me gobernaba.
Cuando comprendí que nada podía interponerse entre Dios y cualquiera de Sus hijos, sin importar el lugar o la situación, el temor desapareció. Me sentí segura con la comprensión de que, aun cuando me encontrara geográficamente lejos de mi familia, yo realmente jamás estaba sola, porque como hija de Dios, nunca estoy separada del Amor divino que es mi Vida. Pude irme a la cama tranquila, libre de toda preocupación.
Puedo decir con alegría que en los dos meses que he estado en cuarentena, nunca he vuelto a tener esos sentimientos de temor o duda. Incluso cuando mis amigos en casa preocupados me han preguntado si tengo miedo de quedarme o me siento atrapada o sola, me he mantenido en paz. Sé que esto se debe a que, en aquel momento decisivo, estuve completamente dispuesta a sacrificar lo que los cinco sentidos físicos me decían sobre la situación, por lo que Dios, la Verdad, me estaba diciendo. Y la Verdad me decía que ninguna enfermedad, brote ni lugar peligroso podía jamás separarme de Dios. Yo estaba en Sus amorosos brazos, protegida y cuidada. Fue entonces que el miedo se disolvió.
Esta maravillosa sensación de paz incluso ha ayudado a mi compañero de apartamento, que pudo liberarse sin esfuerzo de su obsesiva costumbre de ver las noticias y los números. Esto trajo una armonía permanente a nuestro hogar.
Una de las conclusiones más grandes de esta curación fue el reconocimiento de que mi seguridad no proviene de un lugar físico llamado hogar, sino de Dios. He orado a menudo con el salmo en la Biblia que dice: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra” (Salmos 139:7-10). Esta idea específica de Dios como mi hogar y mi refugio la llevo conmigo muy estrechamente. Y ahora sé aún más profundamente que en Dios siempre estoy en casa; a cada momento y en toda situación.