Hace dos años, comencé a perder mi sentido normal del gusto. Tenía un desagradable sabor metálico en la boca; todo sabía a rancio o estropeado. También me había vuelto muy sensible a los olores, lo que hacía que las tareas sencillas, como ir de compras al supermercado, fueran desesperantes; todo olía terrible. Como nos estábamos preparando para el día de Acción de Gracias y esperábamos invitados, mi esposo tuvo que probar el sabor de todo y guiarme al elegir los condimentos.
Llamé a un practicista de la Ciencia Cristiana para que me apoyara con la oración, y cada día compartía conmigo una nueva inspiración. Este versículo de la Biblia me vino al pensamiento desde un principio: “Lo que contamina a una persona no es lo que entra en la boca, sino lo que sale de ella” (Mateo 15:11 NTV). Me di cuenta de que las noticias políticas me habían dejado un gusto amargo en la boca, como dice el dicho, y vi que necesitaba vigilar mi pensamiento más de cerca y abstenerme de reaccionar, juzgar o expresar resentimiento al mantenerme informada sobre la política.
No estaba enferma, así que no parecía como si me hubieran envenenado. Sin embargo, sentí la necesidad de negar la idea de contaminación. Sabía que, por ser el reflejo espiritual de Dios, solo podía expresar pureza, y nada desemejante a Dios, el bien, podía entrar en mi ser.
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