Fui criada como Científica Cristiana con la comprensión de que, puesto que Dios, el Amor, es el único poder, la enfermedad no tiene ni el derecho ni el poder de imponerse a mí ni a nadie más, y desde la infancia he tenido una salud excepcionalmente buena. Cuando he tenido que luchar con desafíos físicos, generalmente los he superado muy rápido a través de la oración, al verlos como una imposición a mi verdadero ser como hija de Dios.
No obstante, la continua excepción era mi lucha con los dolores menstruales que comenzaron a ocurrir ocasionalmente cuando era adolescente, y se volvieron recurrentes y más graves con el paso del tiempo. Para cuando estaba en la universidad esperaba lidiar con el dolor debilitante por lo menos uno o dos días cada mes. Oré por este desafío, pero también lo aceptaba en cierto grado como algo “normal”. Estaba acostumbrada a enfrentar la enfermedad o lesión sabiendo que era claramente falsa, pero esos dolores parecían ser parte de la rutina de ser mujer. Durante muchos años luché mensualmente con un malestar extremo, siempre con la esperanza de que cada mes el temido día o dos no coincidieran con algo importante.
Así que, hace un par de años, cuando aterricé en Miami para un viaje de dos días y sentí que comenzaban el dolor y la incomodidad tan conocidos, pensé que el momento no podía ser peor. El lapso de 48 horas que en general esperaba sentirme débil, cansada y con un dolor abrumador era casi exactamente la duración de la estancia que había planeado. Para colmo, estaba en la ciudad para asistir a una reunión de dos noches en las que una amiga iba a ser homenajeada, y ella había dado sus dos únicos lugares para invitados a otra amiga y a mí. Sentí que les estaba fallando a las dos, y derrochando un lugar codiciado que otra persona podría haber usado, si me quedaba en el cuarto del hotel a dormir.
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