Todo parecía perdido cuando Jesús fue sepultado en una tumba después de su crucifixión. Pedro, uno de sus seguidores más fieles, fue agobiado por el remordimiento porque había negado ser discípulo de Jesús. ¡Tres veces! Otro de sus queridos seguidores, María Magdalena, lloró abiertamente en su tumba. Y dos más de ellos, al hablar con un extraño, describieron una imagen sombría de lo que había sucedido. No solo lamentaban la pérdida de Jesús, sino la pérdida de lo que su vida había prometido ser en el futuro.
No obstante, esas situaciones desesperadas no eran exactamente lo que parecían. En la superficie, señalaban que se bajaba el telón sobre el naciente grupo de seguidores de Jesús. De hecho, eran presagios de una práctica más profunda y una difusión más amplia de sus enseñanzas.
Jesús había resucitado. Él era el extraño que hablaba con esos hombres. Calmó el dolor de María al aparecer ante ella vivo junto a la tumba vacía. Y le concedió a Pedro tres oportunidades de revertir sus temerosas negaciones con la misma cantidad de audaces declaraciones de cuánto amaba a Jesús (véase Juan 21:15–17).
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