En la época de Cristo Jesús, muchas personas consideraban, como ocurre hoy en día, que la resurrección era un suceso místico que se producía en un futuro lejano, si acaso. Pero Jesús sabía otra cosa. Cuando su amigo Lázaro murió, Jesús le aseguró a su hermana Marta: “Tu hermano resucitará”. Ella, tal vez, no atreviéndose a tener la esperanza de volver a ver a su hermano, dijo: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero”. Sin embargo, Jesús, expresando como siempre su ternura hacia los que sufrían, abrió el pensamiento de Marta hacia una perspectiva más profunda y presente de la resurrección con estas palabras: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (véase Juan 11:1–44). Jesús luego visitó la tumba de Lázaro y lo sacó caminando de ella.
Después de eso, Jesús continuó probando que “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mateo 22:32). Y cuando se presentó vivo después de su propia crucifixión y de haber sido sepultado, él demostró de forma concluyente que el Cristo, la idea espiritual de Dios y su manifestación en los asuntos humanos, es lo que resucita a la humanidad de la muerte. Jesús demostró que el hombre no puede perder la vida, así como los números no pueden perder el principio que los gobierna. Nuestra vida es eterna ahora porque es espiritual, el reflejo de Dios, quien es la Vida misma.
La demostración de la Vida eterna es esencialmente la demostración del Amor divino e indestructible en nuestra vida diaria.
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