Después de tan solo cuatro capítulos de la Biblia, encontramos el primer relato sobre el odio y sus efectos en la historia de los hermanos Caín y Abel, cuya relación degeneró en celos y asesinato. Miles de años después, la injusticia, la tiranía, los celos y la ira todavía llevan a las personas de todo el mundo a despreciarse, juzgarse mal, lastimarse e incluso matarse entre ellas. En respuesta, ofrecemos nuestra solidaridad, perplejos ante la inhumanidad del odio y sus consecuencias. Pero independientemente de cuándo y cómo comenzaron la división y el odio, la pregunta más importante es si la reforma genuina, el perdón, el amor y la unidad son posibles frente a estas plagas.
Si bien es natural compadecerse de aquellos que han sufrido las consecuencias del odio, la solidaridad humana por sí sola no es lo suficientemente fuerte como para obligar a que haya un cambio o progreso verdadero. Así que reclamamos justicia; sin embargo, ni siquiera la justicia humana puede sanar por completo. Quizá corrija una situación en particular y castigue a la persona que ha hecho daño o matado a otra, pero no llega completamente a la raíz y al dolor de la intolerancia y la ira ni sana la victimización.
No obstante, existe un poder espiritual que puede erradicar el mal. Puede neutralizar el odio, anular la intolerancia y el prejuicio, desacreditar los estereotipos y redimir el comportamiento humano. Puede reparar los corazones rotos y liberarnos del dolor y el temor. Es el poder de Dios, el Amor divino; y probar su impacto sanador comienza en nuestros propios corazones.
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