Después de tan solo cuatro capítulos de la Biblia, encontramos el primer relato sobre el odio y sus efectos en la historia de los hermanos Caín y Abel, cuya relación degeneró en celos y asesinato. Miles de años después, la injusticia, la tiranía, los celos y la ira todavía llevan a las personas de todo el mundo a despreciarse, juzgarse mal, lastimarse e incluso matarse entre ellas. En respuesta, ofrecemos nuestra solidaridad, perplejos ante la inhumanidad del odio y sus consecuencias. Pero independientemente de cuándo y cómo comenzaron la división y el odio, la pregunta más importante es si la reforma genuina, el perdón, el amor y la unidad son posibles frente a estas plagas.
Si bien es natural compadecerse de aquellos que han sufrido las consecuencias del odio, la solidaridad humana por sí sola no es lo suficientemente fuerte como para obligar a que haya un cambio o progreso verdadero. Así que reclamamos justicia; sin embargo, ni siquiera la justicia humana puede sanar por completo. Quizá corrija una situación en particular y castigue a la persona que ha hecho daño o matado a otra, pero no llega completamente a la raíz y al dolor de la intolerancia y la ira ni sana la victimización.
No obstante, existe un poder espiritual que puede erradicar el mal. Puede neutralizar el odio, anular la intolerancia y el prejuicio, desacreditar los estereotipos y redimir el comportamiento humano. Puede reparar los corazones rotos y liberarnos del dolor y el temor. Es el poder de Dios, el Amor divino; y probar su impacto sanador comienza en nuestros propios corazones.
Cada uno de nosotros es llamado a examinar su vida, y un salmo en la Biblia ofrece un gran lugar donde comenzar: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón;
pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, Y guíame en el camino eterno” (Salmos 139:23, 24).
Puede que no sea fácil ofrecer esta humilde oración con sinceridad, pero a medida que cedemos a ella, sentimos que la acción purificadora de Dios, el Amor divino, penetra en las profundidades de nuestra alma y revela cada concepto poco amoroso que podamos albergar, incluso sutilmente. La acción continua del Amor divino es una ley que Cristo Jesús ejemplificó a través de su ministerio y Mary Baker Eddy dio a conocer mediante su descubrimiento de la Ciencia Cristiana. Esta ley del Amor es universal; nadie puede estar más allá del poder redentor y restaurador del Amor.
¿Qué hace esta ley del Amor? Destruye cualidades impías y poco amorosas y revela que nuestra verdadera individualidad espiritual es la expresión de Dios, el Amor; es la expresión de la paciencia, la bondad y la caridad. Comenzamos a ver más de nuestra verdadera naturaleza y la de los demás, y descubrimos que no somos mortales buenos o malos que se esfuerzan por ser mejores, sino los hijos inmortales de Dios, las expresiones espirituales de la existencia misma del Amor. Como explica la Sra. Eddy en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “En la Ciencia el hombre es linaje del Espíritu. Lo bello, lo bueno y lo puro constituyen su ascendencia. Su origen no está, como el de los mortales, en el instinto bruto, ni pasa él por condiciones materiales antes de alcanzar la inteligencia. El Espíritu es su fuente primitiva y última del ser; Dios es su Padre, y la Vida es la ley de su ser” (pág. 63).
Qué diferencia hace la forma en que pensamos y actuamos cuando comenzamos a sentir genuinamente, en cierta medida, el hecho de que todos somos hijos de Dios y queremos que el Amor infinito gobierne nuestros corazones y nuestros pensamientos hacia los demás. Comprendemos que vivimos en el universo de Dios, donde el Amor divino reina supremo. Esto nos permite amarnos unos a otros como hermanos y hermanas del más alto nivel: porque somos hijos de Dios.
El verano pasado, la gente de mi comunidad protestó pacíficamente contra el odio y la intolerancia. Pero una noche, estallaron disturbios en el distrito comercial del centro. Hubo saqueos y destrucción y, desafortunadamente, un herido. A la mañana siguiente, temprano, más de setecientos residentes del área limpiaron la destrucción. Ese día mi hijo, que es una persona de color, también estaba allí, apoyando a los estudiantes del bachillerato, incluidos los alumnos con los que había trabajado, quienes se esforzaban por mostrar su amor colocando corazones de papel en las ventanas bloqueadas con tablas. Fueron recibidos por individuos llenos de ira por los disturbios de la noche anterior que apuntaron su furia hacia los estudiantes. Mi hijo llegó a casa realmente conmocionado.
Yo anhelaba tanto que todos aceptaran lo que dice la Biblia: ¿No tenemos todos un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios?” (Malaquías 2:10). Sabía que tenía que aceptar esto yo mismo y amar a todos los involucrados, no solo a aquellos con los que estaba de acuerdo. No fue fácil. Pero sabía que solo podía ponerme de un solo lado: el de reconocer que todos son hijos de Dios justo ahora; la expresión misma del amor de Dios. La ira, la victimización, la justificación propia y el prejuicio son disipados por el Amor divino. Sentí el poder y la presencia del Amor, y mi pensamiento cambió; me volví más compasivo y vislumbré las profundidades del amor cristiano verdadero que lo abarca todo.
Desde estos sucesos, mis oraciones han continuado, y mi hijo ha superado varios desafíos económicos y de empleo. Los negocios que fueron saqueados han regresado. El alcalde anunció la formación de una Comisión de Derechos Humanos en cooperación con el Departamento de Justicia. Y la ciudad se ha comprometido a interactuar con una serie de grupos diversos respecto a la raza y la igualdad.
En lugar de estar atrapados en el remolino fuertemente cargado de sucesos humanos, podemos y debemos alinear nuestro pensamiento con el amor gentil, corrector, alegre, reconfortante y disipador de nuestro Padre-Madre. Tal oración nos permitirá atestiguar cada vez más el reino de la voluntad de Dios de justicia, perdón y paz “en la tierra, como en el cielo” (Mateo 6:10).
Thomas Mitchinson
Escritor de Editorial Invitado
