El mundo parece estar lleno de buenos y malos. Los buenos, por supuesto, son los que están de acuerdo con nosotros; los malos son los que no lo están. Desde el punto de vista de una mentalidad de nosotros contra ellos, los de nuestro lado son considerados amigos y aliados, y los del otro lado como oponentes, a veces enemigos.
Y luego están aquellos que están haciendo cosas que son dañinas para nosotros o para otros; aquellos que, en las palabras de Cristo Jesús, “os maldicen, …os aborrecen, y … os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44).
Entonces, ¿cómo debemos lidiar con aquellos que se oponen a nosotros? Un ensayo llamado “Amad a vuestros enemigos”, por Mary Baker Eddy, quien descubrió la Ciencia Cristiana, aborda esta pregunta. Ella comienza preguntando: “¿Quién es tu enemigo a quien debes amar? ¿Es un ser viviente o una cosa fuera de tu propia creación?” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 8). El ensayo continúa diciendo que creamos nuestros propios enemigos por la forma en que pensamos sobre las personas. Creemos que el enemigo está “ahí fuera”, que él, ella o ellos tienen algún tipo de existencia objetiva que puede hacernos daño. El ensayo deja en claro que, por el contrario, el enemigo existe sólo en nuestra percepción.
A nivel local, nacional e internacional, se nos presentan todo tipo de mensajes sobre una amplia variedad de “gente mala”. Los problemas se explican como el resultado de las acciones de alguien o de algún grupo a quien podemos culpar por las dificultades.
Pero hay un problema si seguimos ese razonamiento. En su Sermón del Monte, Cristo Jesús nos ordena amar a nuestros enemigos. No es cuestión de elegir o de esperar las condiciones adecuadas. Él dice claramente: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”.
Jesús indica claramente que no es el amor recíproco entre familiares y amigos lo que nos está llamando a practicar, sino el tipo de amor universal que Dios expresa. Señala que nuestro Padre celestial “hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45).
¿Cómo podemos amar con tanta imparcialidad? Como señala Eddy, no es necesario que amemos a un ser humano pecador. Eso sería condonar su beligerancia o engaño. Para resolver este problema, debemos reconocer la distinción entre la información que nos llega de los sentidos materiales y la verdad que proviene del sentido espiritual.
Los sentidos materiales transmiten imágenes de condiciones materiales o ilícitas —de engaño, muerte y destrucción— con indicaciones de quién es exactamente el “malo”. Pero estas no son imágenes del mundo como Dios, el Espíritu, lo creó. Son falsas impresiones producidas por una supuesta mentalidad separada de Dios, que es la única Mente divina. Para obtener la verdadera imagen de la realidad, debemos confiar en el sentido espiritual, es decir, la capacidad que cada uno de nosotros tiene de ser consciente de Dios, del bien y de la creación espiritual y perfecta de Dios.
La Mente divina e infinita expresa su bondad en el hombre a través de lo que podrían llamarse cualidades divinas, tal como integridad, generosidad, compasión, honestidad, etc. Estos atributos divinos forman la verdadera identidad de cada uno de nosotros como creación de Dios.
Jesús deja claro que nos está llamando a practicar el tipo de amor universal que Dios expresa.
La Ciencia Cristiana nos muestra que tenemos una opción sobre el tipo de información que vamos a aceptar acerca de nosotros mismos y los demás: el sentido material de la humanidad como egoísta, deshonesta, injusta y capaz de hacer una maldad, o el sentido espiritual del hombre como creación de Dios: inteligente, amoroso, justo, puro y capaz de hacer el bien solamente.
Tuve que tomar esa decisión hace muchos años cuando estaba trabajando con jóvenes estudiantes blancos y negros en un proyecto diseñado para combatir el racismo. Mis amigos y yo necesitábamos la aprobación de la ciudad para varias partes de este proyecto, pero nos encontramos con la oposición de un funcionario de la ciudad que parecía enorgullecerse de evitar que el proyecto se llevara a cabo. Incluso hizo declaraciones que eran claramente racistas. Mi reacción inicial, instintiva, fue identificar a este individuo como nuestro principal enemigo.
Oré para que Dios me guiara y fui dirigido a estudiar el ensayo “Amad a vuestros enemigos”. No obstante, yo simplemente no podía aceptar la idea de que estaba creando mis propios enemigos. Este tipo sonaba y actuaba como nuestro verdadero enemigo. Fue entonces que un buen amigo, al notar que tropezaba gravemente en mis esfuerzos por amar a este enemigo, me hizo una recomendación relacionada con la práctica de la curación tan esencial en la Ciencia Cristiana: Me animó a imaginar que este miembro del consejo de la ciudad me había pedido que orara por él respecto a un problema grave que estaba teniendo.
Tuve un repentino destello de iluminación. ¡Claro! Si este hombre me pidiera que orara por él, de inmediato desecharía la imagen de él como un mortal sufriendo de algún tipo de problema material. En cambio, apreciaría esas cualidades espirituales que sabía que eran suyas como hijo de Dios, un ser que no podía menos que amar.
Ahora tenía sentido descartar al enemigo de mi propia creación, y valorar su verdadera identidad divina. Se me ocurrió invitarlo a asistir a una de las actividades de nuestro proyecto. Él dudaba, pero al final aceptó. Al principio, estaba claramente incómodo, pero poco a poco bajó la guardia y participó plenamente.
Ese fue el comienzo de una relación de apoyo genuino. Luego tuvimos un problema difícil de zonificación con la ciudad, pero nuestro nuevo defensor del ayuntamiento lo resolvió sin problemas. Este fue un conflicto que tuvo un final feliz: se forjó una amistad duradera.
Amar a los enemigos puede presentar serios desafíos, y no siempre he tenido éxito en ver más allá de los falsos rasgos de carácter hacia la identidad divina que está allí en su lugar. Pero “Amad a vuestros enemigos” afirma que si tropezamos —es decir, no logramos reconocer que la noción de que tenemos un enemigo real es una mentira— nos levantaremos “más fuertes que antes del tropiezo. Los buenos no pueden perder a su Dios, su socorro en las angustias” (pág. 10).
Nuestro objetivo no es amar a las personas como seres humanos defectuosos, sino elevar el pensamiento a la contemplación del hombre como imagen y semejanza espiritual de Dios. Cuando somos capaces de ver desde esta nueva y verdadera perspectiva, es fácil y natural amar incluso a nuestros enemigos imparcial y universalmente. Aprender a amar de esta manera no solo me ha ayudado a resolver con éxito muchos problemas, sino que ha sido una de las lecciones más edificantes y transformadoras de mi vida.